ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 10 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 90 (91), 1-4.14-15

1 El que habita al amparo del Altísimo
  y mora a la sombra del Todopoderoso,

2 diga al Señor: «Refugio, baluarte mío,
  mi Dios, en quien confío».

3 Pues él te libra de la red del cazador,
  de la peste funesta;

4 con sus plumas te protege,
  bajo sus alas hallas refugio:
  escudo y armadura es su fidelidad.

14 Puesto que me ama, lo salvaré,
  lo protegeré, pues me reconoce.

15 Me llamará y le responderé,
  estaré a su lado en la desgracia,
  lo salvaré y lo honraré.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Salmo 90 es una meditación sobre la confianza en Dios. Un Maestro de sabiduría, al mismo tiempo que tranquiliza al creyente, le muestra el motivo de dicha confianza: «El que habita al amparo del Altísimo (...) mora a la sombra del Todopoderoso» (v. 1). Dios protege a quien está a su sombra, a quien vive en su casa, para que las insidias del mal no le perjudiquen. Y no solo eso. Si el creyente vive en la casa de Dios, si participa en la vida de la comunidad de los discípulos, el Señor lo colma de su sabiduría. No sucede lo mismo con quien vive solo consigo mismo, con quien no mira más allá de sí mismo, de quien es prisionero de sus tradiciones: este está lejos de la sabiduría del Señor y cae en manos del maligno. Quien vive en la casa de Dios sabe que su fuerza es el Señor y confía en él plenamente. El salmista canta: «Diga al Señor: “Refugio, baluarte mío, mi Dios, en quien confío”» (v. 2). Mirar fijamente a Dios es la única manera –afirma el Maestro de sabiduría– de vivir sabiamente la vida y pasar los días sin caer en las tramas que el enemigo sigue preparando. El salmista sigue hablando al creyente y lo exhorta a sentirse seguro: «Pues él te libra de la red del cazador, de la peste funesta, con sus plumas te protege» (v. 3). Nuestro egocentrismo fácilmente nos paraliza, hace que nuestro corazón se enfríe, que no vayamos hacia el Señor, que abandonemos a los hermanos y a los pobres. El cazador del que habla el salmo representa las numerosas tentaciones que sentimos cada uno de nosotros. Sucumbir a ellas significa dejar que prevalezca el mal en nosotros y a nuestro alrededor. Si confiamos en el Señor él nos protegerá. El salmo utiliza una imagen muy hermosa: «Con sus plumas te protege, bajo sus alas hallas refugio, escudo y armadura es su fidelidad» (v. 4). Vienen a la memoria las palabras de Jesús, cuando lloró por Jerusalén porque no había acogido a los profetas: «¡Jerusalén, Jerusalén, la que asesina a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido!» (Mt 23,37). Podemos comparar la comunidad con la sombra con la que Dios nos cubre: Dios protege a quien acepta su amor, cubre con su protección a quien acepta su amparo. Se comprende así la insistencia del salmista para que continuemos viviendo en «la casa del Señor», para que participemos en su vida y en su sueño. Aquel que se mantiene unido a la comunidad se mantiene unido al Señor. «Puesto que me ama –continúa el salmo–, lo salvaré, lo protegeré, pues me reconoce» (v. 14). «Reconocer» significa escuchar la Palabra de Dios, vivirla en la comunidad y participar en el sueño del Señor para que su amor sea comunicado a todos los pueblos de la tierra. Este vínculo con el sueño de Dios hará que el Señor escuche nuestra oración, que dirija su mirada hacia nosotros y nos proteja en el camino de la vida: «Me llamará y le responderé, estaré a su lado en la desgracia» (v. 15).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.