ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 13 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 104 (105), 16-21

16 Trajo el hambre a aquel país,
  todo bastón de pan rompió;

17 a un hombre envió por delante,
  José, vendido como esclavo.

18 Trabaron sus pies con grilletes,
  por su cuello pasaron cadenas,

19 hasta que se cumplió su predicción
  y la palabra del Señor lo acreditó.

20 El rey ordenó ponerlo en libertad,
  el soberano de pueblos mandó soltarlo;

21 lo nombró administrador de su casa,
  soberano de toda su hacienda.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia de este día nos hace meditar algunos versículos del Salmo 104 que recuerdan la historia de José, quien tras haber sido vendido por sus hermanos, los acoge en Egipto y los salva de la carestía que sufrían. Es una historia que anticipa la misma historia de Jesús, que también vino y fue encarcelado, pero que se convirtió en nuestro salvador. El salmo recuerda la carestía que asolaba toda la región. Es una imagen que recuerda muchos acontecimientos dramáticos de nuestros días. No solo los millones de personas que todavía hoy no tienen comida para alimentarse, sino también aquellos que se ven obligados a dejar su tierra –como les pasó a los hermanos de José– para poder sobrevivir. El salmista ve en la figura de José la del justo; Dios guía secretamente su dramática historia para que, incluso a través de la crueldad de los hermanos, se pudiera llegar al momento de la salvación. La lectura bíblica a la que se refiere el salmo narra la parte final de la historia de José (Gn 44,18-29; 45,1-5). Los hermanos de José no le reconocen y este los pone a prueba para ver si en su corazón han cambiado su actitud ante su padre, Jacob, al que habían afligido con la supuesta muerte de su amado hijo, y para comprender cómo actúan ante Benjamín, que al igual que José es hijo de Raquel. En una situación que se hacía cada vez más difícil, Judá, uno de los hermanos, finalmente asume su responsabilidad. No se esconde detrás del engaño, no piensa que se puede salvar callando o explicando mentiras. Toda reconciliación, de hecho, empieza cuando hablamos con el corazón abierto. Entonces Judá se dirige a José, a quien todavía no ha reconocido. También a ellos les cuesta reconocer a su hermano. Lo hacen cuando finalmente hablan de su padre, del dolor que provocó la muerte de uno de los dos hijos que su esposa le había dado. Ellos, cuando lo tiraron al pozo para matarlo, no pensaron en absoluto ni en su hermano ni en su padre. Ahora sí. Comprenden lo que hicieron y lo defienden. Recuperan el camino de la fraternidad cuando se hacen cargo de su hermano, se convierten en su guardián y comprenden el dolor de su padre. Frente a las palabras sinceras de Judá y al dolor del padre, ni siquiera José puede aguantarse y cuando se queda a solas con sus hermanos, en la intimidad, finalmente se revela y estalla a llorar. También Jesús llorará frente a las ovejas abatidas porque no tienen pastor; también llora por Jerusalén, porque no ha escuchado su palabra y no ha cambiado su actitud y su manera de actuar. Cuando lo reconocen, los hermanos de José están aterrorizados: no son capaces de hablar afablemente con él a causa de la envidia y de la división que han vivido. Pero la misericordia termina por enternecer su corazón y les permite volver a estar juntos con su hermano y entre ellos. Ellos temían la venganza humana. Pero José, como pasará con Jesús, les revela que ha sido enviado por Dios para salvarles y que su misericordia lo serena todo, incluso el dolor. José carga con las dificultades de sus hermanos para que puedan vivir. Como Jesús. Dejemos que el Señor y la comunidad, que no deja de acogernos y de abrazarnos, nos ayuden.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.