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Liturgia del domingo
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XVII del tiempo ordinario
Recuerdo de Nunzia, discapacitada mental que murió en Nápoles en 1991, y de todos los discapacitados mentales que se han dormido en el Señor.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 30 de julio

Homilía

Con el Evangelio de este domingo se cierra el conjunto de parábolas que encontramos en el capítulo 13 de Mateo. El evangelista, se podría decir, quiere hacer una radiografía de la situación tras el durísimo enfrentamiento de Jesús con el judaísmo (11 y 12) y antes de que se consuma la ruptura con el rechazo en «su patria», que, precisamente, cierra el capítulo 13. Las tres parábolas del pasaje de hoy (13,44-52) se proponen como una acuciante invitación a quienes escuchan para que decidan sumarse al misterio del reino de los cielos, preciosa realidad. Jesús lo compara a un verdadero tesoro, una perla rarísima. Las imágenes de las parábolas provienen de la tradición veterotestamentaria. El libro de la Sabiduría escribe: la sabiduría «es un tesoro inagotable para los hombres, y los que la adquieren se granjean la amistad de Dios» (7,14). Y en el libro de los Proverbios leemos: «si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia; si la buscas como al dinero y la rastreas como a un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor» (2,3-5). Las primeras dos parábolas, aunque remiten a la tradición sapiencial, no destacan el descubrimiento del tesoro ni la búsqueda de la perla, sino la decisión del campesino y del mercader de vender todo lo que tienen para apostarlo todo por lo que han descubierto. En el primer caso se trata de un campesino que casualmente encuentra un tesoro escondido en el campo en el que está trabajando. Como el campo no es suyo debe comprarlo si quiere apropiarse del tesoro. De ahí la decisión de arriesgar todos sus bienes para no dejar pasar aquella ocasión realmente excepcional. El protagonista de la segunda parábola es un rico traficante de piedras preciosas que, como experto que es, ha detectado en el bazar una perla de gran valor. También él decide apostarlo todo por aquella perla, hasta el punto de que vende todas las demás. Ante esos descubrimientos, en ambos casos inesperados, la decisión es clara y firme. Por una parte hay que vender todo cuanto se tiene, pero por otra, la adquisición es inigualable. Se pide un «sacrificio», como por ejemplo sugiere el evangelio en el episodio del joven rico, pero el beneficio es enormemente superior. El «reino de los cielos» vale ese sacrificio. Además, ¡cuántas otras veces estamos dispuestos a venderlo todo, incluso el alma, para poseer lo que nos interesa! El problema es si realmente nos interesa el Señor y su amistad, y si logramos comprender la alegría y la plenitud de vida que se nos presenta «inesperadamente», como inesperadamente se presentaron el tesoro a aquel campesino y la perla a aquel mercante. El comentario que Juan Crisóstomo hace de este pasaje evangélico es fantástico: «Con estas dos parábolas aprendemos no solo que debemos deshacernos de todas las demás cosas para abrazar el Evangelio, sino también que debemos hacerlo con alegría. Quien renuncia a lo que tiene debe estar convencido de que sale ganando, y no perdiendo... Aquellos que poseen el Evangelio saben que son ricos». La riqueza para el discípulo no consiste en poseer cosas sino en ser amigo de Dios. Eso es lo que sugiere la decisión del joven Salomón que refiere la primera lectura (1 R 3,5.7-12). En el momento de asumir la máxima responsabilidad ante el pueblo, le pide a Dios no una larga vida ni riquezas de este mundo, sino un corazón dócil a su voluntad «para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal». El tema de la última parábola es la pesca: la captura de los peces y su selección a orillas del mar. Resuena la parábola de la cizaña: el bien y el mal están mezclados mientras este mundo sigue su camino; solo al final Dios separará el bien del mal. Será una división en la que estaremos también cada uno de nosotros, porque nadie puede afirmar estar libre de pecado. Lo importante no es que nos vanagloriemos de nuestra justicia, sino de la amistad de Dios, que se acerca no a los sanos sino a los enfermos, que va a buscar no a los justos sino a los pecadores. Hacer crecer en nuestro interior y a nuestro alrededor la amistad de Dios es la gran decisión que esta página evangélica nos pide que tomemos: es el tesoro por el que vale la pena venderlo todo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.