ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 1 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 102 (103), 6-13

6 El Señor realiza obras de justicia
  y otorga el derecho al oprimido,

7 manifestó a Moisés sus caminos,
  a los hijos de Israel sus hazañas.

8 El Señor es clemente y compasivo,
  lento a la cólera y lleno de amor;

9 no se querella eternamente,
  ni para siempre guarda rencor;

10 no nos trata según nuestros pecados,
  ni nos paga según nuestras culpas.

11 Como se alzan sobre la tierra los cielos,
  igual de grande es su amor con sus fieles;

12 como dista el oriente del ocaso,
  así aleja de nosotros nuestros crímenes.

13 Como un padre se encariña con sus hijos,
  así de tierno es el Señor con sus fieles.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Salmo 102 está formado por 22 versículos, uno por cada letra del alfabeto hebreo. Una vez más, en este salmo se dan gracias al Señor desde la primera hasta la última letra del alfabeto, es decir, con nuestra vida entera. La liturgia judía introdujo este salmo en la liturgia de la fiesta del Kippur, la solemnidad de la Expiación, porque lo consideran penitencial. En realidad, no hay palabras de petición de perdón, sino de acción de gracias por el perdón ya obtenido. El salmista, que vivió la experiencia del perdón, invita a todos a participar en su acción de gracias. Se erige en voz de toda la comunidad. Nosotros leemos la parte central del salmo, que canta la justicia y la misericordia. Ante todo, canta la justicia de Dios, que es derramada sobre «el oprimido». Se trata de una constante del Dios de la Biblia: a él nunca le pasa por alto el sufrimiento de los pobres y de los oprimidos, su «grito» siempre llega a él que, como un juez, imparte justicia para todos ellos. A Moisés y a su pueblo «manifestó sus caminos y sus hazañas». Al igual que ellos, también nosotros tenemos la gracia de reconocer cada día en la oración las obras de Dios y su amor. El olvido hace que nos cerremos en nosotros mismos, mientras que el recuerdo del amor de Dios hace que guardemos la alianza y observemos los preceptos. Por desgracia, cuando estamos pendientes de nosotros mismos, olvidamos fácilmente al Señor. El Señor, por suerte nuestra, se comporta exactamente al contrario: olvida nuestras culpas y no deja de amarnos. Nosotros somos rápidos a la cólera y lentos en el amor y en el perdón. El Señor, en cambio es «clemente y compasivo, lento a la cólera y lleno de amor» (v. 8). No guarda rencor para siempre (v. 9), no nos paga según nuestras culpas (v. 10), «como un padre se encariña con sus hijos» (v. 13). El salmista presenta el rostro de un padre y de una madre compasivos que se inclinan sobre los hombres, como ya hizo con Moisés: «manifestó a Moisés sus caminos». Desde entonces el Señor ha acompañado a su pueblo sin abandonarlo jamás. Del mismo modo nos acompaña a cada uno de nosotros en los distintos momentos de nuestra vida, como describirá más adelante el salmo, sobre todo en la fragilidad de la vida de cada día. Viene espontáneamente a la memoria la parábola del Padre misericordioso, que espera al hijo rebelde que lo había abandonado y no solo lo acoge, sino que hace fiesta por él. La misericordia de Dios es realmente grande, y nos pide que reconozcamos nuestro pecado no para condenarnos, sino para que podamos recibir el perdón y convertirnos en sus hijos. La justicia se cumple en la misericordia. Pero todo empieza por los oprimidos. Dios se inclina sobre ellos y con ellos sobre todos los hombres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.