ORACIÓN CADA DÍA

Fiesta de la transfiguración
Palabra de dios todos los dias

Fiesta de la transfiguración

Fiesta de la transfiguración del Señor en el monte Tabor.
Recuerdo del papa Pablo VI, beato, que murió en 1978. Recuerdo de Hiroshima (Japón), donde se lanzó en 1945 la primera bomba atómica.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Fiesta de la transfiguración
Domingo 6 de agosto

Homilía

El recuerdo de la Transfiguración, que en el calendario latino ya se recuerda durante la Cuaresma, se celebra hoy conjuntamente con la Iglesia de Oriente. El 6 de agosto, pues, todos los cristianos se reúnen alrededor de Jesús, que se transfigura en el Tabor. Una antigua tradición oriental la llama «fiesta de la Pascua del verano» y durante la divina liturgia se canta el precioso himno con el que el pueblo repite: «Hemos visto la luz». Todos necesitamos que nos acompañen al monte para poder ver la luz verdadera, la que ilumina a todos los hombres, y para escuchar de nuevo las palabras que resuenan en el Tabor: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». El apóstol Pedro, en su carta, siente la urgencia de proponer de nuevo a los creyentes lo que él mismo había vivido: «Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo. Contamos también con la firmísima palabra de los profetas. Hacéis bien en prestarle atención, como si fuera una lámpara que ilumina un lugar oscuro, en espera de que despunte el día y surja en vuestros corazones el lucero de la mañana».
La liturgia de hoy es una gracia para todos nosotros, porque nos permite participar en el misterio de la transfiguración. El mismo Jesús nos ha convocado para llevarnos «consigo» como hizo con aquellos tres discípulos. Y a nosotros nos pasa lo mismo que escribe el evangelista Mateo. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». «Se transfiguró», dice el texto. No pasó de una figura a otra. No cambió de cuerpo; no se convirtió en otra persona. Los apóstoles podían reconocer en aquella figura al Jesús de siempre, pero, aun siendo el mismo, su figura estaba «transfigurada». El evangelista escribe que el rostro de Jesús brillaba como el sol. Es decir, la luz salía de él, no se reflejaba en él. A nosotros la luz nos llega de fuera. La luz de la transfiguración venía del mismo rostro de Jesús. Y también sus vestidos formaban parte de aquella fuente de luz.
Y se pusieron al lado de Jesús los dos grandes profetas del Antiguo Testamento: Moisés y Elías, que conversaban con él. Entonces Pedro tomó la palabra y propuso hacer tres tiendas. Se sentía feliz y quería quedarse allí, en aquel monte, a toda costa, con aquella compañía. Pero una voz que Pedro, como hemos escuchado, no olvidó nunca más, interrumpió sus palabras. Al oír la voz los tres discípulos cayeron rostro en tierra. Es la única posibilidad que tienen los hombres de estar ante Dios que habla. En aquel momento Pedro se dio cuenta de que aquel Jesús que estaba ante ellos era mucho más que lo que él y los otros discípulos habían comprendido hasta aquel momento. Aquel Jesús con el que desde hacía tiempo caminaban juntos y comían juntos, y al que quizás admiraban por su valentía hasta el punto de ponerlo en el mismo plano de igualdad con Moisés y Elías, aquel Jesús era algo que iba mucho más allá de lo que pensaban. Sí, lo que vemos con nuestros ojos en la santa liturgia no son simples gestos rituales: es el mismo Jesús que viene entre nosotros, nos habla, nos escucha y nos da su cuerpo como alimento.
El evangelista continúa explicando que Jesús se acercó a los discípulos y, tocándoles, les dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Los discípulos, todavía asustados, levantaron tímidamente la mirada y vieron a Jesús solo; no vieron a nadie más. Ahora ya saben que lo único que deben hacer es «escuchar» a aquel Jesús de Nazaret, el Hijo predilecto de Dios, y seguirle. Sí, solo Jesús basta.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.