ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 9 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 1,15-26

Uno de aquellos días Pedro se puso en pie en medio de los hermanos - el número de los reunidos era de unos ciento veinte - y les dijo: «Hermanos, era preciso que se cumpliera la Escritura en la que el Espíritu Santo, por boca de David, había hablado ya acerca de Judas, el que fue guía de los que prendieron a Jesús. Porque él era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio. Este, pues, compró un campo con el precio de su iniquidad, y cayendo de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. - Y esto fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó en su lengua Haqueldamá, es decir: "Campo de Sangre" - Pues en el libro de los Salmos está escrito: Quede su majada desierta,
y no haya quien habite en ella.

Y también:
Que otro reciba su cargo. «Conviene, pues, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su resurrección.» Presentaron a dos: a José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y a Matías. Entonces oraron así: «Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál de estos dos has elegido, para ocupar en el ministerio del apostolado el puesto del que Judas desertó para irse adonde le correspondía.» Echaron suertes y la suerte cayó sobre Matías, que fue agregado al número de los doce apóstoles.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los apóstoles, tras la defección trágica de Judas, ya no eran doce sino once. Había que recomponer el número de doce, porque indicaba las doce tribus de Israel. Y Jesús, desde el inicio, quiso que todas las tribus, las doce, tuvieran el Evangelio; nadie debía quedar excluido. Y no solo las tribus de Israel deben recibir el anuncio del Evangelio, sino que también los pueblos del mundo entero necesitan esta palabra de salvación. Por eso los Apóstoles debían elegir al doceavo: el espíritu universal de Jesús forma parte integrante de la su Iglesia. Y la Iglesia no es la suma de individuos, sino un único cuerpo. Los «once» no son suficientes para que la Iglesia reciba el Espíritu. Para Pentecostés es necesario que sean doce, es decir, «el» pueblo de Dios que ha conocido a Jesús, que ha vivido la experiencia de la comunión con él. Por eso el doceavo no podía de ningún modo ser uno cualquiera: tenía que ser elegido entre los que habían vivido con Jesús, desde su bautismo hasta su resurrección. Ese es el núcleo de la autoridad de la Iglesia que todo discípulo debe vivir. La misión evangélica queda en manos de aquellos que han vivido con Jesús. No se trata de comunicar una doctrina, por más elevada que sea o por más extendida que esté, sino de testimoniar un encuentro: el encuentro con Jesús. El cristiano hace presente al mismo Jesús entre los hombres a través de su testimonio. Y para eso no es necesaria ninguna especialización; todo aquel que acoge a Jesús en su corazón y lo sigue no con las palabras sino con los hechos es muestra de él allí donde esté: en casa, en el trabajo o por la calle. La elección del doceavo, en el fondo indica que cada uno de nosotros puede y debe ser el «doceavo», es decir, un testimonio fiel del Evangelio. Y cada uno vive de manera original la universalidad de la misión. Cada discípulo es enviado al mundo entero. El Evangelio que plasma los pensamientos y el corazón del discípulo, por naturaleza, está destinado a todos, y no solo a unos pocos privilegiados, a una élite. Está escrito: «Dios no hace acepción de personas» (Hch 10,34). Nadie, ni siquiera el más desgraciado, queda fuera de esta palabra de misericordia. Ningún pueblo debe ser privado del anuncio del amor de Dios. Si hay privilegiados, estos son los pobres, los débiles, los excluidos, los abandonados. Podríamos decir que Jesús vino para hacer de todos los hombres una familia empezando por los más débiles, los que están a los márgenes.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.