ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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XIX del tiempo ordinario
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 13 de agosto

Homilía

Después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús indicó a sus discípulos que subieran a la barca y que fueran delante de él a la otra orilla, mientras él continuaba hablando con la gente. Podríamos definir esta escena como el icono de la misericordia: Jesús solo con la gente que lo rodea. Pero a continuación vemos otro icono, o mejor dicho, otra cara del mismo icono: Jesús en el monte, solo delante del Padre. Diría que es imposible separar estas dos imágenes: forman parte del mismo icono; una explica la otra. En la imagen de Jesús solo delante de Dios queda patente aquella singularísima y única relación que une a Jesús con el Padre. De la relación con el Padre surge todo lo demás.
Los discípulos están en medio de las aguas, solos, sin Jesús y sin la gente: están solos y sin nadie más. Estas dos soledades son muy distintas: la de Jesús en el monte ante la presencia de Dios y la de los discípulos en las aguas turbadas. El evangelista parece casi sugerir que es lógico que, cuando uno está solo, surjan tormentas. Los discípulos, por otra parte, ya habían experimentado una situación análoga (Mt 8,23-27) en medio del lago mientras Jesús dormía; imaginemos cómo se debían sentir ahora que él no estaba. Cuando uno está solo consigo mismo no se puede librar de la tormenta de la vida. Los discípulos pasan así aquella noche: con miedo y luchando contra las olas y contra el viento.
Casi al amanecer, Jesús, caminando sobre las aguas, se acerca a la barca que lucha en medio de grandes dificultades. Los discípulos, al verle, tienen miedo: piensan que es un fantasma. Al miedo por las olas se añade el miedo por el fantasma. Todavía no han comprendido quién es Jesús. Él mismo debe intervenir para tranquilizarlos: «!Tranquilos¡, soy yo; no temáis». Es una voz tranquilizadora, una voz que han oído otras veces. Pero su miedo es más fuerte y persiste la duda. Pedro, en nombre de todos, pide una prueba: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas». Los discípulos saben qué significa este signo. No es un simple acto milagroso, sino un «signo» que remite directamente a Dios, como está escrito en el Salmo 77.
Se abre la segunda escena. Jesús le dice a Pedro: «¡Ven!». Pedro obedece a Jesús y empieza a caminar por encima de las olas. Pero la duda y el miedo, que todavía anidan en su corazón, se imponen y el apóstol está a punto de hundirse bajo las olas. Entonces, realmente desesperado, Pedro grita: «¡Señor, sálvame!». Dos únicas palabras, pronunciadas tal vez de manera desesperada, pero llenas de esperanza. Y «Jesús tendió al punto la mano, lo agarró y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”» (v. 31). Es una escena que describe a la perfección el estado del discípulo. En la historia de la Iglesia, este episodio ha sido siempre la imagen típica de la duda; en la vida de los discípulos, en efecto, no es un episodio en absoluto insólito. Al contrario, como nos recuerda el propio Evangelio, a menudo marca la vida. También marca la experiencia de cada creyente.
Todos podemos sentirnos próximos a Pedro, reconocernos en sus dudas, en sus incertidumbres y en sus miedos. Pero hay que comprender bien en qué aspectos se debe hablar de certeza en la fe. No hay que buscar la certeza entre los hombres; todos nosotros, de hecho, somos débiles, frágiles, dubitantes e incluso traidores. Hay que buscar la certeza en Dios: Él no nos abandona a nuestro destino triste, no dejará que nos hundamos en el mar tempestuoso del mal, no permitirá que las olas impetuosas de la maldad nos engullan. Lo importante –y en eso debemos imitar a Pedro– es gritar como él: «¡Señor, sálvame!». En esta simple oración está escondido el misterio simple y profundo de la fe: Jesús es el único que puede salvarnos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.