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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 20 de agosto

Homilía

Los Evangelios, aparte de la huida a Egipto y el pasaje que nos proponen este domingo, no narran otras estancias de Jesús fuera de Palestina. Jesús, pues, escribe Mateo, desde la región de Galilea, alrededor del lago de Genesaret, «se retiró» hacia la región de Tiro y de Sidón (el actual Líbano), antiguas ciudades fenicias, marineras y mercantiles, ricas y prósperas, pero también marcadas por egoísmos e injusticias sobre todo hacia los pobres. No es casualidad, pues, que los profetas del Antiguo Testamento emitieran diversos oráculos de infortunio para dichas ciudades. Isaías se dirige a Sidón y le dice: «¡Avergüénzate!» (Is 23,4), y Ezequiel preanuncia a Tiro su destrucción por la soberbia que la domina (Ez 26,1-21; 27,1-36). Pues bien, el pecado de quien no acepta la predicación de Jesús es estigmatizado como mucho mayor que el que se cometió en Tiro y Sidón. Si estas, dice Jesús, hubieran recibido la predicación del Evangelio se habrían convertido. Correrán, por tanto, una suerte mejor en el día del juicio: «¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertos de sayal y sentados en ceniza» (Mt 11,21).
Jesús llega a aquella región y rápidamente se le presenta una mujer; Mateo la indica como «cananea» (en el pasaje paralelo de Marcos se la llama «sirofenicia»). Es una mujer pagana que se dirige a Jesús. Sin duda alguna ha oído hablar muy bien de aquel joven profeta y tal vez no quiere perder la ocasión de obtener una intervención prodigiosa en favor de su hija. Se acerca a Jesús durante el camino e invoca su ayuda. Su hija está «endemoniada» (era una situación dolorosa de por sí pero que se agravaba por la vergüenza social que comportaba) y pide a Jesús que la cure. Podría ser la última ocasión que se le presenta. Por eso no desiste en su intento de gritar para pedir ayuda, incluso ante la actitud apática de Jesús. El evangelista destaca que «él no le respondió palabra». La mujer insiste. Su insistencia provoca la intervención de los discípulos. De manera análoga al episodio de la multiplicación de los panes, los discípulos querrían que Jesús la echara: «Despídela», le sugieren. Pero Jesús contesta diciendo que su misión se limita a Israel.
Aquella mujer, que no se detiene ni con una negativa explícita, suplica una segunda vez y con palabras esenciales, simples, pero duras, tan duras como el drama de su hija: «¡Señor, socórreme!» (son las mismas palabras que dice Pedro mientras se hunde en el lago). Y Jesús contesta con una inaudita dureza: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Ya en el discurso de la montaña había dicho algo análogo: «No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos» (Mt 7,6). Con el apelativo de «perros», en la tradición bíblica, tomada de los textos judíos, se hace referencia a los adversarios, a los pecadores y a los pueblos paganos idólatras.
Pero la mujer aprovecha literalmente la expresión de Jesús y le dice (así podríamos traducir la frase): «Es cierto, Señor, pero los perritos se comen las migas que caen de la mesa de su propietario». También los perros, los excluidos, como el pobre Lázaro, se contentan, o más bien se contentarían, si se las tirasen. Aquella mujer pagana osa resistir a Jesús; en un cierto modo entabla una lucha con él. Se podría decir que su confianza en aquel profeta es más grande que la resistencia del mismo profeta. Y por eso Jesús responde finalmente con una expresión inusitada en los evangelios: esto es una «gran fe», y no «poca fe». El mismo elogio hizo Jesús al centurión, y ambos eran paganos. Una vez más el Evangelio nos propone la esencialidad de la confianza en Dios que libra de la angustia de confiar solo en uno mismo y en los hombres. La fe de aquella mujer convenció a Jesús para que realizara la curación. Escribe el evangelista: «Entonces Jesús le respondió: “Mujer, grande es tu fe; Que te suceda como deseas”. Y desde aquel momento quedó curada su hija». Ante una fe como esta ni siquiera Dios puede resistirse.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.