ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 6 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 8,26-40

El Ángel del Señor habló a Felipe diciendo: «Levántate y marcha hacia el mediodía por el camino que baja de Jerusalén a Gaza. Es desierto.» Se levantó y partió. Y he aquí que un etíope eunuco, alto funcionario de Candace, reina de los etíopes, que estaba a cargo de todos sus tesoros, y había venido a adorar en Jerusalén, regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías. El Espíritu dijo a Felipe: «Acércate y ponte junto a ese carro.» Felipe corrió hasta él y le oyó leer al profeta Isaías; y le dijo: «¿Entiendes lo que vas leyendo?» El contestó: «¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía?» Y rogó a Felipe que subiese y se sentase con él. El pasaje de la Escritura que iba leyendo era éste: «Fue llevado como una oveja al matadero;
y como cordero, mudo delante del que lo trasquila,
así él no abre la boca. En su humillación le fue negada la justicia;
¿quién podrá contar su descendencia?
Porque su vida fue arrancada de la tierra.» El eunuco preguntó a Felipe: «Te ruego me digas de quién dice esto el profeta: ¿de sí mismo o de otro?» Felipe entonces, partiendo de este texto de la Escritura, se puso a anunciarle la Buena Nueva de Jesús. Siguiendo el camino llegaron a un sitio donde había agua. El eunuco dijo: «Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?» Y mandó detener el carro. Bajaron ambos al agua, Felipe y el eunuco; y lo bautizó, y en saliendo del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y ya no le vio más el eunuco, que siguió gozoso su camino. Felipe se encontró en Azoto y recorría evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En el camino de Gaza, hacia el sur, tierra hoy habitada por los palestinos, hay un peregrino que hace el camino de retorno de Jerusalén a Etiopía. Este, hombre de confianza de Candace, la reina de Etiopía, está en su carro leyendo a Isaías. Felipe, guiado por el Espíritu Santo, se le acerca y le pregunta si comprende lo que está leyendo. El etíope contesta con sinceridad: «¿Cómo lo puedo entender si nadie me guía en la lectura?». Es una respuesta sobre la que debemos fijar nuestra atención, pues indica el camino natural de la fe. Nadie puede darse la fe a sí mismo, y nadie puede comprender las Santas Escrituras sin la ayuda de la comunidad, de la Iglesia. San Agustín tiene una hermosa expresión para indicar el vínculo entre el lector, la Biblia y la Iglesia: «La Biblia debemos leerla sobre las rodillas de la Madre Iglesia». El etíope, ansioso de comprender lo que estaba leyendo, invita a Felipe a sentarse a su lado para que le abra la mente y lo ayude a comprender el texto. Algo similar les pasó a los dos de Emaús: también ellos necesitaron a un extranjero para entender las Escrituras. Todos necesitamos a alguien que nos ayude a entender el Evangelio. Eso nos indica que todos debemos subir al carro de nuestra vida a alguien que nos acompañe, que nos ayude a comprender cómo aplicar la Palabra de Dios a la vida de cada día. Ninguno de nosotros es autosuficiente en la fe. El etíope aceptó la ayuda de Felipe: detuvo el carro, lo acogió y, tras haberle escuchado, le pidió que lo bautizara. Había entendido el pasaje que leía, pero sobre todo, había descubierto el sentido de su vida. Todo aquel que detiene el carro de su vida y se deja ayudar para «entrar» en las páginas evangélicas, reanudará su camino con mayor vigor y con mayor claridad.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.