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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo del padre Alexander Men, sacerdote ortodoxo de Moscú, asesinado brutalmente en 1990.
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Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 9 de septiembre

Recuerdo del padre Alexander Men, sacerdote ortodoxo de Moscú, asesinado brutalmente en 1990.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 9,1-9

Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén. Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» El respondió: «¿Quién eres, Señor?» Y él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer.» Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Le llevaron de la mano y le hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La conversión de Pablo es uno de los episodios más conocidos del Nuevo Testamento. El autor de los Hechos, como si quisiera destacar su importancia, explica tres veces que Pablo hizo un giro radical y se transformó en testimonio de Jesús resucitado. Pablo, llevando en la mano las cartas del sumo sacerdote, tiene la intención de tratar con el máximo rigor a los cristianos de Damasco. Mientras se acercaba a la ciudad, de repente queda envuelto por una luz; cegado por esta, cae al suelo y oye una voz que lo llama por su nombre dos veces: «Saulo, Saulo». Él no ve a ninguna figura, solo oye la voz que lo llama. Algo así le pasó a Moisés delante de la zarza ardiendo. Que nos llamen por nuestro nombre en ciertos momentos es una experiencia decisiva e inolvidable. Saulo, aturdido por lo que le está pasando, pregunta: «¿Quién eres, Señor?». «Yo soy Jesús, a quien tú persigues», oye. «Yo soy»: las mismas palabras que oyó Moisés. Jesús está vivo. Pablo se pone de pie pero no ve nada; de la mano de sus compañeros va a Damasco, tal como le había ordenado la voz de Jesús. ¿Qué le había pasado a Pablo? No se «convirtió» de una religión a otra: el grupo de los cristianos todavía se movía en el judaísmo y no consideraba en absoluto que hubiera pasado a otra religión. El apóstol vivió algo mucho más profundo, algo que lo cambió radicalmente; fue un auténtico renacer. Y eso habla a todos los creyentes: si no abandonamos nuestro orgullo, si no descubrimos nuestra debilidad, difícilmente comprenderemos qué significa creer. Solo reconociendo nuestra pobreza podemos acoger la luz de la sabiduría evangélica. El orgullo lleva a la ruina, al enfrentamiento, a la violencia; la humildad, en cambio, nos regenera y nos hace más comprensivos y más solidarios. No es ninguna casualidad que llevaran al futuro apóstol «de la mano» hasta Damasco, donde, guiado por Ananías, después de tres días de oscuridad, recibió el bautismo y empezó una nueva vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.