ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 16 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 9,31-43

Las Iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo. Pedro, que andaba recorriendo todos los lugares, bajó también a visitar a los santos que habitaban en Lida. Encontró allí a un hombre llamado Eneas, tendido en una camilla desde hacía ocho años, pues estaba paralítico. Pedro le dijo: «Eneas, Jesucristo te cura; levántate y arregla tu lecho.» Y al instante se levantó. Todos los habitantes de Lida y Sarón le vieron, y se convirtieron al Señor. Había en Joppe una discípula llamada Tabitá, que quiere decir Dorcás. Era rica en buenas obras y en limosnas que hacía. Por aquellos días enfermó y murió. La lavaron y la pusieron en la estancia superior. Lida está cerca de Joppe, y los discípulos, al enterarse que Pedro estaba allí, enviaron dos hombres con este ruego: «No tardes en venir a nosotros.» Pedro partió inmediatamente con ellos. Así que llegó le hicieron subir a la estancia superior y se le presentaron todas las viudas llorando y mostrando las túnicas y los mantos que Dorcás hacía mientras estuvo con ellas. Pedro hizo salir a todos, se puso de rodillas y oró; después se volvió al cadáver y dijo: «Tabitá, levántate.» Ella abrió sus ojos y al ver a Pedro se incorporó. Pedro le dio la mano y la levantó. Llamó a los santos y a las viudas y se la presentó viva. Esto se supo por todo Joppe y muchos creyeron en el Señor. Pedro permaneció en Joppe bastante tiempo en casa de un tal Simón, curtidor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor de los Hechos, tras haber hablado largo y tendido sobre Pablo y tras haber dicho que la comunidad cristiana crecía en un clima de paz, hace volver a escena a Pedro, que continúa fielmente, al pie de la letra, podríamos decir, la obra de Jesús. Primero cura a un paralítico llamado Eneas, y luego va a Jope, a casa de una mujer cristiana, Tabitá, que había muerto. Es hermoso cuanto se dice de ella: «Era muy generosa haciendo buenas obras y dando limosnas» (v. 36). Pedro, igual que hacía Jesús, toma por la mano a aquella mujer y, tras arrodillarse para orar, la devuelve con vida a sus amigos. Ella, que había dado generosamente a los pobres, ahora recibe el regalo de la vida. A los dos, a Eneas y a Tabitá, Pedro les dice: «Levántate». En el texto se utiliza el mismo verbo griego que se utiliza para describir la resurrección de Jesús. Efectivamente, toda curación es fruto de la resurrección, de la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el abandono. Por eso Pedro no lleva a cabo simplemente gestos espectaculares, de los que podría incluso gloriarse. Él, más bien, está pacientemente junto a quien es débil, necesitado, y acude en su ayuda. Está al lado, se arrodilla para orar y muestra una cercanía llena de afecto y de confianza. ¡Qué importante es sostener la mano de quien está mal, sobre todo en los momentos más difíciles! El apóstol puede devolver a Eneas y a Tabitá la dignidad de ser amados y tenidos en cuenta. Toda comunidad cristiana, como Pedro, debe pasar por las calles del mundo y ayudar a aquellos que se ven atrapados por la esclavitud de la soledad y de la tristeza a recobrar fuerza y dignidad, y a aquellos que son privados de la vida, a levantarse y a alegrarse porque la han recobrado.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.