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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 24 de septiembre

Homilía

La larga serie de domingos de después de Pentecostés nos ha introducido en el viaje de Jesús hacia Jerusalén. El Evangelio de este domingo se sitúa poco antes de la entrada de Jesús a la ciudad santa. Al cabo de poco confiará a los discípulos su próximo final. Ya era evidente que sus palabras eran totalmente extrañas a la religiosidad entonces dominante, hasta el punto de cuestionar su base. El frente de oposición no solo se había ampliado sino que había tomado la determinación de eliminar a Jesús. Y él era consciente de ello: sabía que continuar por aquel camino sería su fin. Pero no se detuvo. No podía acomodar su Evangelio ni reducir sus exigencias. Por otra parte, ya los profetas habían destacado la distancia que mediaba entre el modo de pensar de Dios y el de los hombres. En el capítulo 55 del profeta Isaías se lee: «No son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos –oráculo del Señor–. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros». La distancia entre el cielo y la tierra (es decir, los modos de razonar, de pensar y de comportarse en los dos mundos) era uno de los dogmas del antiguo Israel. A lo sumo se esperaba que el cielo bajara a la tierra; y con toda su diversidad. Ese deseo encierra todo el misterio de la historia de la salvación que encontró en Jesús su culminación y, por tanto, también el máximo de su diversidad. Jesús es distinto respecto a este mundo, aunque vive en él hasta el fondo.
La parábola de los obreros de última hora, que encontramos al inicio del capítulo veinte de Mateo, también aborda esta cuestión de la alteridad. Aquella parábola causó extrañeza entre los oyentes de Jesús, pues el gesto del propietario de la viña de dar el mismo salario a los que habían trabajado todo el día y a los que habían trabajado únicamente una hora estaba fuera de la justicia salarial habitual. La historia que se explica gira alrededor de la iniciativa de un empresario agrícola, viticultor, que está preocupado durante toda la jornada por contratar a trabajadores para su viña (algunos afirman que el amo está preocupado por terminar la vendimia rápidamente antes de que llegue la estación de las lluvias). Aquel día sale de casa hasta cinco veces. Va a la plaza al alba y pacta con los primeros obreros un denario como compensación (era la paga habitual de un día de trabajo); sale de nuevo a las nueve de la mañana, luego a mediodía, a las tres y finalmente a las cinco.
La respuesta que dan estos últimos obreros a su invitación («nadie nos ha contratado») hace que muchos, jóvenes y menos jóvenes, parados, piensen no solo o no tanto en el trabajo remunerado sino en el trabajo por construir una vida más solidaria. Peor aún si se trabaja ya a muy tierna edad y en situaciones de degradación humana. Son muchos, los parados en ese sentido: son los jóvenes, a veces desilusionados o tal vez subyugados por el consumismo, que se cierran en sí mismos, ejecutores y víctimas al mismo tiempo. Y tal vez debamos afirmar que son así porque «nadie les ha contratado». Al atardecer, continúa la parábola, empiezan los pagos. Los últimos reciben un denario cada uno. Los primeros, al verlo, piensan que van a recibir más. Es lógico pensarlo, y tal vez también es justo. La sorpresa al verse tratados como los últimos los lleva a murmurar contra el propietario: «no es justo», tienen la tentación de decir. Y en efecto, quien escucha la parábola (tal vez también nosotros) tiende a compartir estos sentimientos. Pero ahí justamente radica la distancia entre el cielo y la tierra.
Cabe decir ante todo que Jesús no quiere impartir una lección de justicia social, ni presentar uno de los habituales propietarios de este mundo que, justamente, recompensan según las prestaciones realizadas. Presenta más bien un personaje absolutamente excepcional, que trata a sus inferiores al margen de las reglas legales. Jesús quiere mostrar cómo actúa el Padre, su bondad, su magnanimidad, su misericordia, que van más allá de la manera habitual de pensar de los hombres. Y la superan tanto como la distancia entre el cielo y la tierra. Trabajar para el Señor, para el Evangelio, para la vida y no para el abuso o incluso para la muerte es ya una gran recompensa. Esta extraordinaria bondad y misericordia crea murmuraciones y escándalo. Pero no es que Dios reparta caprichosamente su recompensa, dando a algunos más y a otros menos. Dios no hace injusticia a nadie y aún menos es un desjuiciado. En realidad la grandeza de su bondad le impulsa a dar a todos según su necesidad. La justicia de Dios no se basa en un abstracto principio de equidad, sino que se mide según la necesidad de sus hijos. Esta parábola nos impulsa a considerar la gran sabiduría que contiene este camino que se nos indica. La recompensa consiste en ser llamado a trabajar para la viña del Señor y en la consolación que ello da, independientemente de si uno lleva mucho o poco tiempo trabajando en ella.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.