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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Juan XXIII, papa, que murió en 1963.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 11 de octubre

Recuerdo de san Juan XXIII, papa, que murió en 1963.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 15,6-21

Se reunieron entonces los apóstoles y presbíteros para tratar este asunto. Después de una larga discusión, Pedro se levantó y les dijo: «Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la Palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe. ¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar? Nosotros creemos más bien que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos.» Toda la asamblea calló y escucharon a Bernabé y a Pablo contar todas las señales y prodigios que Dios había realizado por medio de ellos entre los gentiles. Cuando terminaron de hablar, tomó Santiago la palabra y dijo: «Hermanos, escuchadme. Simeón ha referido cómo Dios ya al principio intervino para procurarse entre los gentiles un pueblo para su Nombre. Con esto concuerdan los oráculos de los Profetas, según está escrito: «Después de esto volveré
y reconstruiré la tienda de David que está caída;
reconstruiré sus ruinas,
y la volveré a levantar.
Para que el resto de los hombres busque al Señor,
y todas las naciones
que han sido consagradas a mi nombre,
dice el Señor que hace
que estas cosas
sean conocidas desde la eternidad. «Por esto opino yo que no se debe molestar a los gentiles que se conviertan a Dios, sino escribirles que se abstengan de lo que ha sido contaminado por los ídolos, de la impureza, de los animales estrangulados y de la sangre. Porque desde tiempos antiguos Moisés tiene en cada ciudad sus predicadores y es leído cada sábado en las sinagogas.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los apóstoles y los presbíteros se reunieron en asamblea común en Jerusalén. Los Hechos refieren que el debate fue acalorado. Finalmente Pedro tomó la palabra y se refirió al caso de Cornelio. Explicó que el Espíritu Santo descendió sobre el centurión romano y su familia: «no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe». Pedro, a partir de su experiencia personal, daba razón a la posición de Pablo y de Bernabé: solo la gracia, no las prácticas rituales, son causa de salvación. Y todos esperaron que Pablo y Bernabé narraran los preciosos frutos de su misión entre los gentiles. Los milagros que se produjeron gracias a la predicación de la Palabra de Dios entre los gentiles eran una clara señal de la fuerza del Evangelio y mostraban cuál era el camino que la Iglesia debía seguir. Es sugerente el comentario de Lucas: «Toda la asamblea calló entonces para escuchar a Bernabé y a Pablo contar todos los signos y prodigios que Dios había realizado por medio de ellos entre los gentiles». No fue la elocuencia o la rectitud de la doctrina, lo que provocó estupor, sino los extraordinarios frutos de conversión que siguieron a su predicación. Así fue al inicio de la experiencia cristiana y así debe ser también hoy. Es necesario predicar el Evangelio para que crezca en el corazón de la gente y así forme la única familia de Dios entre todos aquellos que creen. No es suficiente simplemente proclamar verdades abstractas o limitarse a mantener lo existente. Es necesario que el Evangelio predicado llegue hasta el corazón de quien escucha y lo guíe a entrar a formar parte de la familia de Dios. Santiago, al finalizar la asamblea, toma la palabra y alude a las palabras de Pedro para defender la legitimidad de la posición de Pablo: lo que salva es la fe en el Evangelio y no la ley; es el amor apasionado por hacer crecer la Iglesia, y no una fría y programada ritualidad. La Iglesia es una asamblea de personas unidas no por reglas exteriores ni por prácticas rituales sino por la fe de discípulos que confían toda su vida a Cristo y a su Evangelio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.