ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 7 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 21,1-16

Despidiéndonos de ellos nos hicimos a la mar y navegamos derechamente hasta llegar a Cos; al día siguiente, hasta Rodas, y de allí hasta Pátara. Encontramos una nave que partía para Fenicia; nos embarcamos y partimos. Avistamos Chipre y, dejándola a la izquierda, íbamos navegando rumbo a Siria; arribamos a Tiro, pues allí la nave debía dejar su cargamento. Habiendo encontrado a los discípulos nos quedamos allí siete días. Ellos, iluminados por el Espíritu, decían a Pablo que no subiese a Jerusalén. Cuando se nos pasaron aquellos días, salimos y nos pusimos en camino. Todos nos acompañaron con sus mujeres e hijos, hasta las afueras de la ciudad. En la playa nos pusimos de rodillas y oramos; nos despedimos unos de otros y subimos a la nave; ellos se volvieron a sus casas. Nosotros, terminando la travesía, fuimos de Tiro a Tolemaida; saludamos a los hermanos y nos quedamos un día con ellos. Al siguiente partimos y llegamos a Cesarea; entramos en casa de Felipe, el evangelista, que era uno de los Siete, y nos hospedamos en su casa. Tenía éste cuatro hijas vírgenes que profetizaban. Nos detuvimos allí bastantes días; bajó entre tanto de Judea un profeta llamado Ágabo; se acercó a nosotros, tomó el cinturón de Pablo, se ató sus pies y sus manos y dijo: «Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al hombre de quien es este cinturón. Y le entregarán en manos de los gentiles.» Al oír esto nosotros y los de aquel lugar le rogamos que no subiera a Jerusalén. Entonces Pablo contestó: «¿Por qué habéis de llorar y destrozarme el corazón? Pues yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino a morir también en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.» Como no se dejaba convencer, dejamos de insistir y dijimos: «Hágase la voluntad del Señor.» Transcurridos estos días y hechos los preparativos de viaje, subimos a Jerusalén. Venían con nosotros algunos discípulos de Cesarea, que nos llevaron a casa de cierto Mnasón, de Chipre, antiguo discípulo, donde nos habíamos de hospedar.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo vuelve a Jerusalén. El autor retoma en primera persona del plural el tema de la separación de los presbíteros de Éfeso y hace reanudar el viaje hacia Jerusalén. Allí habían empezado los primeros pasos del Evangelio y allí quería volver Pablo antes de emprender su último viaje, el que lo llevaría a Roma. Jerusalén, corazón del pueblo de Israel, estaba en la periferia del Imperio, pero era la ciudad en la que había resonado por primera vez la predicación evangélica y en la que la comunidad cristiana había puesto sus primeras raíces. Pablo, que había predicado el Evangelio en muchas otras ciudades de la región, ahora iba a Jerusalén para defender las obras maravillosas que Dios había realizado a través de su misión entre los paganos. El viaje se va desgranando con las visitas a las distintas comunidades que va encontrando, a las que muestra el valor de la fraternidad cristiana que va más allá de los límites del propio grupo. Son significativas las distintas preocupaciones que manifiesta el apóstol ante su ciertamente complicado viaje. En Cesarea encuentra a Felipe, uno de los «siete» diáconos, compañero de Esteban. No sería extraño que recordaran al primer mártir cristiano, al que ambos conocieron, aunque al inicio en frentes opuestos. Y precisamente en esta ocasión un profeta llamado Ágabo se acerca a Pablo y le preanuncia las dificultades que se encontrará en Jerusalén. Todos los presentes, al oír estas palabras, intentan disuadirlo de que lleve a cabo el viaje. Pero Pablo no ceja. No es ninguna casualidad que el autor de los Hechos, Lucas, describa este viaje de Pablo a Jerusalén como un camino cada vez más similar al de Jesús: hasta tres veces le anuncian al apóstol el destino de dolor que le espera en la ciudad santa. El apóstol –del mismo modo que Jesús había desestimado tres veces la oposición de los discípulos que intentaban disuadirle– se mantuvo firme en su decisión y continuó su camino hacia Jerusalén. Sabía que el discípulo no es menos que su Maestro.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.