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Memoria de la Iglesia
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Memoria de la Iglesia

Recuerdo de la dedicación de la catedral de Roma, la basílica de los santos Juan Bautista y Juan Evangelista en Letrán. Oración por la Iglesia de Roma. Recuerdo de la «noche de los cristales rotos», inicio de la persecución nazi contra los judíos.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 9 de noviembre

Recuerdo de la dedicación de la catedral de Roma, la basílica de los santos Juan Bautista y Juan Evangelista en Letrán. Oración por la Iglesia de Roma. Recuerdo de la «noche de los cristales rotos», inicio de la persecución nazi contra los judíos.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 4,5-25

Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber.» Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice a la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.) Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios,
y quién es el que te dice:
"Dame de beber",
tú le habrías pedido a él,
y él te habría dado agua viva.» Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?» Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua,
volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé,
no tendrá sed jamás,
sino que el agua que yo le dé
se convertirá en él en fuente
de agua que brota para vida eterna.» Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla.» El le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá.» Respondió la mujer: «No tengo marido.» Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad.» Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.» Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora
en que, ni en este monte, ni en Jerusalén
adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis;
nosotros adoramos lo que conocemos,
porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella)
en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en
espíritu y en verdad,
porque así quiere el Padre que sean los que le adoren.
Dios es espíritu,
y los que adoran,
deben adorar en espíritu y verdad.» Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El recuerdo de la dedicación de la Basílica de San Juan en Letrán, que se celebra sobre todo en Roma, es de gran valor para toda la Iglesia de Cristo, y por eso se encuentra en el calendario litúrgico de la Iglesia latina. Además, la tradición que retoma la antigua misión de «presidir en la caridad» la llama «mater et caput omnium ecclesiarum». Por ello, hoy, vamos todos a la catedral de la Iglesia de Roma en una especie de peregrinación espiritual y nos abrazamos al Papa para que nos confirme en la fe común en el Señor. La basílica lateranense, como toda catedral y toda iglesia, pero sobre todo toda comunidad que se reúne en oración, es una catedral, es el cielo en la tierra, porque allí se escuchan palabras celestiales, allí se recibe una fuerza que baja de lo alto, allí se recibe un alimento y una bebida que bajan del cielo y dan la vida eterna. Hablamos de la Basílica de San Juan, pero nos referimos a todas las catedrales esparcidas por todo el mundo, a todas las comunidades reunidas en oración. En ellas, los creyentes somos acogidos y transformados hasta convertirnos en ciudadanos del cielo, es decir el verdadero templo de Dios, el lugar en el que Él ha puesto su morada. Nadie es santo por sí mismo; ningún objeto es sagrado en sí. Un lugar, una comunidad, son sagrados, son santos, cuando Dios los habita, habla, perdona y salva. Pablo, dirigiéndose a los cristianos de Corinto, les decía: vosotros sois «edificio de Dios»; y a quien tenía poca memoria también le decía: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él; Porque el templo de Dios es sagrado, y vosotros sois ese templo» (1 Co 3,16-17). Nosotros somos el templo de Dios. Y así podemos comprender el sentido de las palabras que Jesús dijo a la samaritana y que han sido proclamadas de nuevo: «Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4,23). Adorar al Padre en espíritu y verdad quiere decir dejarse llenar el corazón de la gracia del Señor, dejarse inundar por su Palabra que nos edifica como templo espiritual. ¡Qué triste es el día que olvidamos que somos el verdadero templo de Dios! Con todo, tenemos una gracia. La gracia de nuestras catedrales, de nuestras iglesias, de nuestras asambleas de oración. Cuando nos reunimos para escuchar la Palabra de Dios, cada uno de nosotros es como una piedra viva para edificar la basílica verdadera, la que permanece para siempre, incluso en el cielo. Sí, estemos donde estemos, cada vez que nos reunimos en el nombre del Señor construimos la basílica del cielo, la Iglesia, la comunidad de los creyentes. No podemos ser piedras alejadas unas de otras, abandonadas a la soledad y al sinsentido, ni tampoco piedras inconexas de una casa que no se puede tener en pie. Nosotros somos piedras que el Señor ha reunido con amor, a las que ha limado las asperezas y ha unido entre sí, con orden, gracias al único cemento que es el amor del Señor. Hoy, fiesta de la dedicación de la basílica de Letrán, en realidad es la fiesta de todas las comunidades cristianas que siguen orando para que nadie esté solo y abandonado como una piedra aislada en el desierto o arrastrada por la crecida del río del egoísmo. Todos somos piedras elegidas, esculpidas y utilizadas para un edificio espiritual, verdadera fuente de vida para nosotros y para todo aquel con quien nos encontramos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.