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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 12 de noviembre

Homilía

Escribe el Evangelio que diez mujeres esperaban que llegara el novio. Cinco de ellas son necias; las otras, prudentes. Y la prudencia, según la narración, consiste en tomar consigo no solo la lámpara con el repuesto habitual de aceite sino más aceite de repuesto. Las cinco necias, seguras de sí mismas, piensan haberlo previsto todo. Pero el novio se retrasa... hasta que llega la noche, e incluso la madrugada. Evidentemente, aquellas diez mujeres caen presa del sueño. Es fácil dormirse en las seguridades y en las costumbres; es fácil que el torpor del amor por nosotros mismos nos supere. Cabe destacar que todas se duermen. No está ahí la diferencia. No hay héroes que velan y villanos que se duermen. Todas, todos, incluso las mejores, son sorprendidas por el sueño. Aquellas diez mujeres somos todos nosotros, a menudo cerrados en un modo de vivir avaro y somnoliento, sin grandes sueños ni ideales. Quizás solo con mucho sueño. Además, lo importante es estar tranquilo, no tener contrariedades, problemas, disgustos. Nos angustiamos sobre todo por nuestras cosas; nos empeñamos y nos obstinamos en defendernos a nosotros mismos. Así es la noche de una vida gris, siempre igual, sin destellos de luz, sin estrellas; es la noche de un egoísmo difuso que nace de lo más profundo del corazón de cada uno, prudente o necio, no importa.
Pero en esta noche se eleva de repente un grito que anuncia la llegada del novio. ¿Qué es ese grito? Es el grito que proviene de las tierras lejanas de los países pobres, es el grito que proviene de los pueblos en guerra, es el grito de los ancianos solos que invocan compañía, es el grito de los pobres que cada vez son más numerosos y cada vez están más abandonados, es el grito de quien cae en la angustia; y es también el grito del Evangelio y de la predicación también del Domingo. Pues bien, ante estos gritos, nos podemos despertar sobresaltados, pero si no tenemos la reserva de aceite todas las excusas son buenas para no contestar. Y la reserva de aceite es la costumbre, la constancia de escuchar y de guardar en el corazón la Palabra de Dios. Debemos entrenarnos a escuchar el Evangelio para poderlo escuchar y comprender incluso en su urgencia. Si no tenemos los oídos acostumbrados no sabremos ni escuchar ni responder al grito de los pobres ni tampoco sabremos entrar en una vida llena de sentido. Vivimos en un tiempo en el que la oscuridad parece extenderse y consolidarse más. Y el sueño de la resignación parece cada vez más profundo. Es necesario que vuelvan a brillar las luces, que todos, pequeños y grandes, jóvenes y ancianos, enciendan su pequeña llama escuchando el Evangelio para vencer a la noche y salvarse de una vida avara y a menudo triste. Hoy necesitamos un suplemento de aceite, una reserva de amor y de generosidad para que muchos entren en la sala del novio para hacer fiesta.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.