ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 22 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 25,13-27

Pasados algunos días, el rey Agripa y Berenice vinieron a Cesarea y fueron a saludar a Festo. Como pasaran allí bastantes días, Festo expuso al rey el caso de Pablo: «Hay aquí un hombre, le dijo, que Félix dejó prisionero. Estando yo en Jerusalén presentaron contra él acusación los sumos sacerdotes y los ancianos de los judíos, pidiendo contra él sentencia condenatoria. Yo les respondí que no es costumbre de los romanos entregar a un hombre antes de que el acusado tenga ante sí a los acusadores y se le dé la posibilidad de defenderse de la acusación. Ellos vinieron aquí juntamente conmigo, y sin dilación me senté al día siguiente en el tribunal y mandé traer al hombre. Los acusadores comparecieron ante él, pero no presentaron ninguna acusación de los crímenes que yo sospechaba; solamente tenían contra él unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive. Yo estaba perplejo sobre estas cuestiones y le propuse si quería ir a Jerusalén y ser allí juzgado de estas cosas. Pero como Pablo interpuso apelación de que su caso se reservase a la decisión del Augusto, mandé que se le custodiara hasta remitirle al César.» Agripa dijo a Festo: «Querría yo también oír a ese hombre.» - «Mañana, dijo, le oirás.» Al día siguiente vinieron Agripa y Berenice con gran ostentación y entraron en la sala de audiencia, junto con los tribunos y los personajes de más categoría de la ciudad. A una orden de Festo, trajeron a Pablo. Festo dijo: «Rey Agripa y todos los aquí presentes; aquí veis a este hombre, contra quien toda la multitud de los judíos vinieron donde mí tanto en Jerusalén como aquí, gritando que no debía vivir ya más. Yo comprendí que no había hecho nada digno de muerte; pero como él ha apelado al Augusto, he decidido enviarle. No sé en concreto qué escribir al Señor sobre él; por eso le he presentado ante vosotros, y sobre todo ante ti, rey Agripa, para saber, después del interrogatorio, lo que he de escribir. Pues me parece absurdo enviar un preso sin indicar las acusaciones formuladas contra él.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas coloca aquí, a modo de intermedio, el encuentro con el rey Agripa II y su hermana Berenice, que estaban en Cesarea para saludar a Festo, procurador de Roma. Festo resume el proceso al rey y con gran astucia va de inmediato al núcleo del problema: un tal Jesús, al que los judíos creen muerto y que Pablo afirma que está vivo. En realidad, ese era el centro de la predicación del apóstol, tal como se ve en el conjunto de sus cartas: la muerte y la resurrección de Jesús son los pilares del Evangelio de Pablo. Creer que Jesús ha resucitado de la muerte significa que ha derrotado al mal y su primer fruto que es, precisamente, la muerte. Por eso recibe el nombre de «Cristo», el enviado de Dios, y «Señor». Y cada vez que decimos «Jesucristo nuestro Señor» decimos, precisamente, que Jesús de Nazaret fue enviado por Dios a esta tierra y que lo hizo Señor, es decir, dominador del mal y de la muerte. Es un anuncio totalmente nuevo: con la resurrección de Jesús la vida de los hombres ya no está circunscrita al horizonte terrenal, sino que se abre a un nuevo horizonte, impensado y tal vez impensable. Es el mayor don que Dios ha podido hacer a la humanidad. Hasta el punto de que la noche del sábado santo la Iglesia canta «feliz culpa», la de Adán, que permitió la venida del Salvador. Pablo, para comunicar esta esperanza, afrontó dificultades y peligros de todo tipo y ahora también un largo proceso. Él forma parte de los primeros discípulos que dieron su vida para testimoniar la resurrección del Señor. Muchos más, a lo largo de los siglos, han seguido aquel mismo camino. Durante el siglo apenas terminado, millones de cristianos, en los gulag o en los campos de concentración, pagaron con la muerte esa misma fe. Y tal vez por su sangre hoy nosotros podemos mirar con más esperanza nuestro futuro, porque un amor que llega a dar la vida es una energía santa que continúa siendo un sostén para nosotros.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.