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Liturgia del domingo
Domingo 26 de noviembre

Homilía

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús al final de la historia, en el momento del juicio universal. La escena es grandiosa. Jesús, en el trono real, está acompañado por todos sus ángeles. Ante él están convocadas «todas las naciones»: cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, ciudadanos de uno y de otro país, los que vivieron antes y después de Cristo. Todos los pueblos están allí. Y no hay distinción entre ellos, salvo una, que el Hijo del Hombre, en su cualidad de juez universal, reconoce. Una división a la que se presta tan poca consideración que probablemente ni siquiera ha sido percibida en la tierra. Pero el juez no se la inventa; la ve y la pone de manifiesto ante todos, pero sobre todo ante cada persona.
Escribe el Evangelio que el juicio empieza con la división entre unos y otros, del mismo modo que un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pone a unos a la derecha y a los otros a la izquierda. La división no se produce entre un pueblo y otro, sino dentro de un mismo pueblo, así como tampoco separa a los creyentes de los no creyentes. La división se produce en el seno de los dos grupos, y también dentro de cada persona; así, una parte de nosotros está a la izquierda y la otra a la derecha de Jesús. El criterio de la división no se basa en diferencias ideológicas, culturales o religiosas, sino en la relación que cada uno ha tenido con los pobres. Y de cada uno de nosotros se salva aquella parte y aquel tiempo de vida que han visto cómo dábamos de comer a quien tenía hambre, de beber a quien tenía sed, cómo vestíamos a quien estaba desnudo, y cómo visitábamos a los encarcelados. El resto, lo que queda a la izquierda, es quemado, destruido.
El mismo juez, Jesús, se presenta y dice: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber...». El diálogo entre el juez y los interlocutores de los dos grupos se centra en este aspecto desconcertante: el juez universal del fin de los tiempos, al que todos –buenos y malos, creyentes y no creyentes– reconocen como Rey y Señor, tiene el rostro de aquel vagabundo que molesta, de aquel anciano esclerótico, de aquel niño desfigurado, de todos aquellos extranjeros expulsados (quizás para morir) porque aquí no les podemos garantizar un sustento suficiente. Cada uno puede continuar la lista; basta con pasear un poco por las calles de nuestras ciudades. La monótona repetición, en pocos versículos, de las seis situaciones de pobreza indica probablemente que se repiten con una elevada frecuencia. Y eso significa que nuestra actitud ante Dios no se refleja en gestos heroicos y extraordinarios, sino en la cotidianidad y en la banalidad de los encuentros con quien es débil y pobre. El criterio de la salvación, según el Evangelio que se nos anuncia, es la práctica del amor y de la atención hacia los pobres, y no importa si sabes o no que en ellos está presente el mismo Jesús.
Dos últimas breves reflexiones. Ante todo cabe destacar que la identidad entre Jesús y los pobres es un hecho objetivo. Estos son sacramento de Cristo, no porque sean buenos y honestos, sino únicamente porque son pobres. Es ajena a la sensibilidad evangélica la recurrente pretensión de que los pobres sean honestos, de que «no exageren», para poderles ayudar. Eso es solo una perfecta excusa para nuestra avaricia. La segunda reflexión hace referencia al aspecto «laico» de esta página evangélica o, si se prefiere, la explícita afirmación de que los que son admitidos a la «derecha» del Rey no creen. Estos dicen explícitamente que no han reconocido al Cristo en aquellos pobres a los que han ayudado. Pero eso no cuenta; lo que vale es la compasión y la ayuda y, si se prefiere, un corazón inspirado por los sentimientos del Señor, se sepa o no. Es innegable que nuestra salvación depende de si ayudamos a los pobres. La salvación de las personas, y también la salvación de la sociedad, empieza hoy.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.