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Memoria de la Iglesia
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Memoria de la Iglesia

Recuerdo de san Ambrosio († 397), obispo de Milán. Pastor de su pueblo, defensor de los pobres y de los débiles contra toda explotación, se mantuvo fuerte defendiendo la Iglesia ante la arrogancia del emperador. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 7 de diciembre

Recuerdo de san Ambrosio († 397), obispo de Milán. Pastor de su pueblo, defensor de los pobres y de los débiles contra toda explotación, se mantuvo fuerte defendiendo la Iglesia ante la arrogancia del emperador.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 7,21.24-27

«No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús está por concluir el "discurso de la montaña". ¿Qué peso dar a esas palabras? En efecto, muchas veces, ante la palabra evangélica nosotros pasamos de largo, la acogemos pero la consideramos abstracta, o bien bella pero imposible de acoger tal y como es. He aquí que Jesús advierte claramente a quienes le escuchan de que esas palabras son fundamentales en el sentido literal del término, es decir, son las que fundan la vida nueva. Esas palabras son la verdad, la esencia, la realidad más sólida para vivir. En un mundo cada vez más líquido, a merced de los sentimientos individualistas, esas palabras son la verdadera roca sobre la que edificar la vida de todos. Y Jesús propone dos imágenes sobre cómo acoger su palabra. No se trata sólo de escucharla sino de ponerla en práctica: "Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca", mientras que quien "no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena". El ejemplo continúa: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquellas dos casas. Jesús habla de las tempestades de la vida: las tentaciones que nos asaltan, las dificultades que se abaten sobre nosotros, los problemas que nos atormentan, y así sucesivamente. La casa edificada sobre roca, es decir, una vida marcada por la fidelidad al Evangelio y al amor, se mantiene firme; la otra sin embargo, edificada sobre la arena, se derrumba inexorablemente. Y, ¿qué es la sabia sino ese innumerable número de vicios, de defectos, de instintos que vuelven muchas veces nuestra vida vacía y banal? Sólo si sabemos acoger con fe la palabra evangélica podremos edificar nuestra vida y la de nuestros hermanos sobre una base estable. El Señor nos invita cada día a alimentarnos de la palabra del Evangelio para fundar nuestra vida no sobre nosotros mismos o sobre nuestra arrogancia que, como la arena son algo inconsistente y voluble, sino sobre la Palabra de Dios, verdadera roca y fundamento de nuestra existencia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.