Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro.
(Mt 27, 55-61)
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dal film
"Il vangelo secondo Matteo"
di Pier Paolo Pasolini
La sepoltura
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Una tumba cerrada, a espaldas de la ciudad, y la vida que continúa. Pocos discípulos, sin saber qué hacer, aturdidos, preocupados, enfrentados a sus propios límites que se han puesto más en evidencia por la dramática experiencia de Jesús. Está el sepulcro. No podemos hacer otra cosa que estar ante esta tumba sin exorcizar ni el dolor ni la tristeza, al menos por una vez. Nos viene a la mente cómo Jesús enseñó a creer que la muerte no es la última palabra. Pero, ¿cómo creerlo? ¿Se puede abrir una tumba? Para los hombres es imposible, pero no para Dios. Una comunidad de discípulos es un pequeño grupo de dispersos que se encuentra ante una tumba cerrada, ante una situación de muerte. Reza, espera y cree para que la vida resurja, y la derrotada no sea la vida sino esa piedra.
Es la piedra pesada sobre los labios de un niño que no sabe hablar y al que nadie ayuda a crecer. Es la piedra pesada sobre un anciano abandonado que se hunde. Es el peso opresor del hambre y de la sed de un prófugo en su viaje hacia la esperanza. Es la piedra pesada de un corazón cerrado.
Ante la piedra de la soledad y del dolor, muchos pasan y menean la cabeza. Jesús nos ha enseñado a no correr con prisa sacudiendo la cabeza, a no reír como los sumos sacerdotes. Dios no abandona a ese hombre para siempre en la tumba, sino que le llama a la vida. La comunidad se siente triste y dolida el Viernes Santo: nadie es bueno, nadie tiene la conciencia tranquila, faltan muchos. A sus espaldas está la ciudad, su país, y ante ellos la piedra pesada. Pero en el dolor hay una oración. Es una invocación al Señor. Por esto no regresan en medio del bullicio de la ciudad, y permanecen en un lugar, en un cementerio, donde normalmente la gente no quiere ir. Se han quedado allí porque creen en el Señor de la vida.
Es algo muy curioso ser discípulos de Jesús: lleva a lugares extraños, no siempre agradables de frecuentar. Pero no lleva lejos de Dios, ni lejos de los hombres y las mujeres. En la ciudad ya nadie se acuerda de los discípulos, pero ellos están allí, ante el sepulcro, esperando.
Es lo que se nos pide a cada uno de nosotros, a la espera de la resurrección, que tiene lugar en la noche del Sábado y siempre, porque toda la vida es un camino detrás de la cruz y la resurrección. Toda la vida es Pascua, que significa pasaje de la muerte a la vida de nuestro Señor Jesucristo.
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