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VII Estación


 
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VII Estación
La página amarga de los soldados

Pronto, al amanecer, prepararon una reunión los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y todo el Sanedrín y, después de haber atado a Jesús, le llevaron y le entregaron a Pilato. Pilato le preguntaba: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Él le respondió: «Sí, tú lo dices.» Los sumos sacerdotes le acusaban de muchas cosas. Pilato volvió a preguntarle: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan.» Pero Jesús no respondió ya nada, de suerte que Pilato estaba sorprendido.
Cada Fiesta les concedía la libertad de un preso, el que pidieran. Había uno, llamado Barrabás, que estaba encarcelado con aquellos sediciosos que en el motín habían cometido un asesinato. Subió la gente y se puso a pedir lo que les solía conceder. Pilato les contestó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» Pues se daba cuenta de que los sumos sacerdotes le habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente a que dijeran que les soltase más bien a Barrabás. Pero Pilato les decía otra vez: «Y ¿qué voy a hacer con el que llamáis el rey de los judíos?» La gente volvió a gritar: «¡Crucifícale!» Pilato les decía: «Pero ¿qué mal ha hecho?» Pero ellos gritaron con más fuerza: «¡Crucifícale!» Pilato, entonces, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después de azotarle, para que fuera crucificado.
Los soldados le llevaron dentro del palacio, es decir, al pretorio y llaman a toda la cohorte. Le visten de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñen. Y se pusieron a saludarle: «¡Salve, rey de los judíos!» Y le golpeaban en la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacan fuera para crucificarle.
(Mc 15, 1-20)


Duccio di Buoninsegna
La flagellazione


La conjura sigue desplegándose. El grupo de la violencia, de las espadas y palos, se manifiesta con toda su fuerza. En todo momento, ancianos, escribas y miembros del sanedrín se unen a esta conjura hasta llegar a implicar a un hombre respetable como Pilato. Éste comprendió que le habían entregado a Jesús y querían condenarle a muerte por envidia. Pero, al final, ni siquiera Pilato, a pesar de la fuerza y la autonomía que le confería su cargo, consigue oponerse. Todos acaban siendo solidarios con Barrabás: desde la multitud exaltada hasta las autoridades y los religiosos. Todos, enemigos entre ellos, se identifican al final contra alguien, contra un justo, indefenso e inocente.

Toda la cohorte fue convocada para torturar a Jesús: se divertían, le humillaban, le vestían de rey. Uno se pregunta por qué los hombres se divierten torturando a los demás. Desgraciadamente, es muy común. El odio les ciega, el amor por ellos mismos les exalta, encuentran fuerza al vencer, al doblegar y humillar a alguien. Un hombre, una mujer, un pueblo, o un grupo social se pueden volver en objetivo contra el que dirigir el odio. Cuanto más humillados son más fuertes se sienten los torturadores.

¡Cuánto dolor para Jesús! Una corona de espinas se le puso en la cabeza, le escupían, le humillaban, no tuvieron respeto ni siquiera durante los últimos momentos de su vida: su humanidad fue profanada. ¿Cómo se puede soportar tanto dolor? Verdaderamente este hombre es hijo de Dios, si va en medio de una manada de fieras que estalla contra él y permanece manso y humilde. Quizá, en medio de tanta oscuridad, espera la luz que se le ha prometido. Esta página de la Pasión es la página de los soldados. Pilato es el jefe de un ejército de ocupación. Los soldados son los actores del último acto de la Pasión de Jesús.

Le condujeron de mañana al pretorio de Pilato. Por la mañana, a primera hora, a la hora de las guerras. Había soldados del ejército imperial de ocupación. Aquella era una tierra ocupada por Roma, como muchas otras entonces. Pilato es el jefe, manda a las legiones y en ciertos momentos interviene con la fuerza para establecer el orden e imponer la autoridad de Roma. Pero aquí, ante Jesús, combate la batalla de los sumos sacerdotes, débiles pero astutos al mismo tiempo. Su fuerza militar acaba puesta a disposición de la conjura. El ejército combate entonces una batalla de odios religiosos y nacionales, los de una religión y una nación que ni siquiera son suyas. Pero todo esto no ocurre sólo en palacio, también está la multitud. Instigada, participa en esta lucha contra el justo, es la gente la que grita. En definitiva, no falta el consenso de la plaza en la conjura del palacio.

Muchas veces la multitud es humillada, ofendida, como aquellas gentes de Galilea que se reunían alrededor de Jesús, como ovejas sin pastor. Con frecuencia eran gentes cansadas, desorientadas, que sufrían. Pero, otras veces, la multitud se vuelve cruel, llena las plazas, pide la guerra, quiere sangre, da miedo, está como embriagada. Prefieren a Barrabás antes que a Jesús, prefieren los violentos. Barrabás es un enemigo de Roma, un alborotador: pero los violentos prefieren a los violentos. Prefieren a Barrabás porque es el verdadero enemigo de Jesús, el no violento, conducido al matadero como una oveja.

Contemplemos, sin embargo, a estos soldados en los acuartelamientos, en los campamentos, en Judea y Jerusalén: es gente alejada de sus casas durante años, con la nostalgia de su patria, en una tierra extraña. Probablemente sentían la molestia de ser tratados con hostilidad por los judíos, que les miraban como enemigos. Quizá uno a uno, estos soldados fueran gente tratable, como el centurión de los Hechos de los Apóstoles. ¿Cuántos otros soldados aparecen en los Evangelios? Sin embargo, aquí, ante Jesús arrestado, no hablan, tienen su papel, por buenos o malos que sean, son ocupadores, deben actuar con decisión, violentamente. Hemos leído que hacían el “juego del rey”, un juego en el que los soldados vejaban a los presos durante las largas noches en el pretorio o en los cuarteles: era un juego violento y vulgar que hicieron también con Jesús.

Jesús padece la pena capital de Roma. En el fondo, Palestina se encontraba también en un estado casi de guerra. Los soldados, las armas, la guerra, la ejecución de agitadores. Era una historia triste que se repetía constantemente. Nuestro mundo está marcado por guerras que no acaban. Todavía hoy, en Palestina y en Israel la muerte, la incomprensión, la ocupación y el sufrimiento se manifiestan día tras otro. Un poco más allá, en Líbano, y todavía más allá, hay otros pueblos que sufren: kurdos, irakíes, afganos. En muchas otras partes del mundo, cercanas y lejanas a la tierra de Jesús, hay soldados, guerra, muerte, gente buena que se vuelve malvada, gente malvada que se manifiesta tal y como es. Cerca de la tierra de Jesús pero también lejos, las armas, cada vez más armas, son el escenario normal.

Jesús sale solo, pasando en medio de esta locura, como Israel atravesó el mar. Sale solo, sin armas, en silencio, derrotado por este mundo de mal, de violencia, de guerra, de soldados y de armas. Allá donde la gente es asesinada, empujada por la guerra, perseguida, golpeada, combatida; allá donde se exalta el odio, donde se declara la guerra, donde se habla de guerra, donde se humilla al hombre y a la mujer con violencia, allí se conduce siempre al Señor a la muerte. Su dolor y su humillación han tenido el mismo sabor amargo que el de mucha gente.





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