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Liturgia de Acción de Gracias por el 50 aniversario de la Comunidad de Sant'Egidio

10 de febrero, a las 17.30 h Basílica de San Juan de Letrán

Más dificultades para los más pobres para encontrar, conservar o quedarse en una casa

Presentación de la guía DÓNDE 2018

Llegan a Italia los primeros corredores humanitarios de 2018. La nueva fase del proyecto que se ha convertido en un modelo de acogida e integración para Europa


 
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16 Noviembre 2008 16:30 | University of Cyprus – Sport Centre

Ponencia introductiva del Prof. Andrea Riccardi



Andrea Riccardi


Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio

 

 

Santidad, Beatitudes, Eminencias,

Ilustres Representantes

de las Iglesias cristianas, de las comunidades eclesiales, de las grandes religiones mundiales,

Hoy Chipre se convierte en la encrucijada de muchos hombres y mujeres de religiones y culturas diferentes, que se encuentran, hablan, dialogan, rezan unos al lado de los otros, unos por los otros.

Saludo a todos los representantes y doy las gracias en especial al Señor Presidente de la República, Dimitris Christofias, por sus palabras de bienvenida y por la cordial acogida del Gobierno chipriota. Formulo mis más sinceros deseos de éxito en sus acciones de paz y diálogo.

Mientras dirijo a todos los líderes religiosos aquí presentes mi agradecimiento, no puede dejar de señalar el papel decisivo de Su Beatitud Chrysostomos II, Arzobispo de Nea Justiniana y de todo Chipre, en la realización de este acontecimiento. De él partió la invitación a venir a esta isla. Pero también la Iglesia de Chipre acoge con hospitalidad generosa. El Arzobispo manifiesta así una gran tradición de acogida típica de la gente chipriota.

Doy las gracias a todos los que han trabajado para la realización de este acontecimiento. Doy las gracias a la efectiva embajada de Chipre en la Santa Sede, al señor Charilaou, y a muchos más que no recuerdo por brevedad. Saludo a las casi mil personas que han venido desde Italia y desde Europa que, entre otras cosas, ofrecen su contribución voluntaria para el éxito de estos días.

 

La gente de Chipre sabe qué significa la paz, porque ha conocido el dolor de la guerra y del abandono de sus casas. Chipre tiene a sus espaldas una historia de convivencia entre dos comunidades étnicas y religiosas. Pero desde hacia algunas décadas se ha convertido en el último territorio de Europa ocupada. Chipre sabe qué es el dolor de la división, del odio y de la ausencia de diálogo: por eso acoge con alegría este encuentro nuestro. Se alegra cuando la paloma de la paz se posa sobre esta isla y desde aquí nace el arco iris de la paz. Tenemos la ambición de convertir esta isla herida en un lugar de encuentro y de diálogo en el Mediterráneo.

Las tierras del Mediterráneo son mundos en los que gentes distintas religiosa y étnicamente viven juntas. La convivencia es difícil. Pienso en el cercano Líbano. ¿Cómo no llevar en el corazón la imposible situación de la cercanísima Tierra Santa? Vivir juntos es el reto de la riba meridional y de la septentrional del Mediterráneo, con la nueva emigración. Es el reto de todo Oriente Medio y de Irak. Y también de muchos lugares del mundo. Para vivir juntos, hay que comprender que la presencia del otro, aunque sea muy distinto, es un don. De hecho, la civilización lo es si no tiene un solo color, si es arco iris, fruto de mestizajes profundos entre historias e identidades distintas. El mundo en el que el otro, el que es distinto, es eliminado es la tierra de la barbarie. La verdadera civilización es la civilización de vivir juntos.

Pero ¿por qué hablamos hoy de religiones y de civilización de la convivencia, cuando el mundo está atrapado en una crisis financiera cuyo alcance se nos escapa?

Estamos en un periodo difícil de la historia. Muchas seguridades se tambalean. Los más pobres del mundo pagarán un precio altísimo por la crisis, mientras que los países industrializados centran su atención en la tutela de sus contribuyentes. Así lo indica con dolor un reciente llamamiento de mi amigo Michel Camdessus, de Kofi Annan y de Robert Rubin, que, no obstante, afirman que esta crisis puede ser el impulso para cambios radicales. Hacen falta cambios radicales. Pero para llevarlos a cabo, hace falta más espíritu y más humanidad. Un espíritu y un sentido de humanidad que demuestran que es intolerable un mundo con tanta miseria y todavía marcado por muchos conflictos.

Venimos a Chipre, isla mediterránea hermosa y herida, tras recorrer un camino que ha mostrado la fuerza pacífica y eficaz del espíritu.

Nuestra historia viene de lejos. Empezó en 1986. Entonces se produjo un acontecimiento excepcional en la histórica ciudad italiana de Asís, patria de san Francisco. La invitación sincera de un papa, Juan Pablo II, reunió a muchos líderes religiosos de la Tierra. No fue una negociación. Sólo un encuentro. Palabras simples, reconocerse hermanos, rezar unos al lado de los otros. Muchos se preguntaban en el clima de la guerra fría, de la secularización imperante: ¿las religiones no eran acaso algo arcaico, destinado a desaparecer con el progreso de la modernidad? ¿Qué podían hacer las religiones ante el sistema político-militar de la guerra fría?

El acto de Asís dio vida a un espíritu: el espíritu de Asís que todavía sopla con fuerza. Nunca se había visto algo tan simple y decisivo. Juan Pablo II, con una mirada profética, había intuido que las religiones iban a tener un papel decisivo. La tarde del 27 de octubre de 1986, en la colina de Asís, con un gran frío, bajo un cielo terso, dijo:

“Juntos hemos llenado nuestra mirada con visiones de paz que liberan energías para un nuevo lenguaje de paz, para nuevos gestos de paz, gestos que romperán las cadenas fatales de las divisiones heredadas por la historia o creadas por las ideologías modernas…”.

Ver juntos a líderes de las grandes religiones, cristianos, judíos, musulmanes, budistas, hinduistas, con respeto y en un clima espiritual, fue una visión de paz. Hacía mucho frío, pero el cielo del futuro era terso. ¿Era la utopía de un papa místico? ¿El sueño consolador ante la potencia de los dos imperios de la guerra fría?

Nosotros, de la Comunidad de Sant’Egidio, no lo creímos así. Estábamos en Asís aquel 27 de octubre de 1986 y sentimos el estremecimiento de la historia y la fascinación de una profecía. Juan Pablo II dijo al final de su discurso: “La paz es un obrador abierto a todos y no sólo a los especialistas, a los sabios y a los estrategas". Nosotros respondimos: aquel obrador es nuestro obrador.

Hace falta trabajar en el obrador de la paz: hay muchas guerras abiertas. No sólo hace falta el trabajo de especialistas. Nosotros, que por aquel entonces éramos mayoritariamente jóvenes, sentimos que la paz era nuestro obrador. Que el espíritu de Asís debía continuar soplando. Y tozuda y apasionadamente continuamos encontrándonos, año tras año. Algunos dijeron que era inútil: una repetición ritual de reunirse año tras año; las religiones no iban a cambiar el mundo. Pero Asís ha sido una profecía: gente distinta junta en el signo de la paz, atenta a la realidad de lo humano.

La Comunidad de Sant’Egidio es un pequeño pueblo de creyentes, hijo de la Iglesia católica, que vive en muchas partes del mundo, en Europa, en África, en Asia, en América: muchos son jóvenes, gente pobre y simple, todos somos amigos de los pobres y de los necesitados. Sí, los primeros amigos de Sant’Egidio no son los grandes, sino los pobres, los de las ciudades europeas, los enfermos de sida en África, los que están en la cárcel, los mendicantes… Los pobres saben que la guerra es la madre de todas las pobrezas, y que los conflicto y la violencia, que recaen en primer lugar sobre ellos, generan miseria.

Hemos crecido en la escuela del Evangelio, por lo que sentimos horror por la guerra y consideramos que la paz es nuestra vocación. La paz no es sólo el fin de la guerra: es solidaridad con los muchos –demasiados– millones de pobres del mundo. ¡Si queremos la paz, debemos salir al encuentro de los pobres! ¡No hay paz, cuando millones y millones de mujeres, de niños, de hombres, sufren la violencia de la pobreza! Esto no es teoría, sino conciencia viva de quien ha visto sufrir a los pobres. Tanto dolor no es soportable.

Desde aquel 1986, cargamos a nuestra espalda el espíritu de Asís y lo hemos llevado por todos los rincones del mundo. Como una bestia de carga, llevándolo a muchos rincones del mundo. Hasta el punto de que hoy resulta difícil distinguirnos de este espíritu.

El espíritu de Asís manifiesta la fuerza del espíritu. En Asís se veía el abrazo entre hombres de religiones distintas que no se habían entendido durante siglos, que habían tenido diferencias o, aún peor, habían luchado entre ellos. Comprendimos el vínculo profundo entre un auténtico espíritu religioso y la búsqueda del gran bien de la paz. Vimos que el mundo del espíritu tiene una fuerza propia, una fuerza humilde y débil, frente a la arrogante del poder político o económico. Es la fuerza de la oración, del amor, del diálogo, del encuentro. Sí, el mundo espiritual tiene una fuerza propia y pacificadora, que cambia a los hombres y la historia.

Efectivamente, después de Asís 1986, algunos gestos de paz, no violentos, rompieron las divisiones de las ideologías modernas. Fue el fin del mundo soviético, que quería construir un futuro nuevo, pisoteando la libertad del hombre. Vimos la fuerza de la paz y de los valores del espíritu en varias transiciones pacíficas de los años noventa, como la (aparentemente imposible) de Sudáfrica de Nelson Mandela. El espíritu de Asís ha demostrado ser eficaz también en el trabajo de la Comunidad de Sant'Egidio. Esta, en 1992, alcanzó el acuerdo de paz entre el Gobierno y la guerrilla de Mozambique, después de que aquel país hubiera pagado el precio de un millón de muertos. La fuerza del espíritu puede extinguir la guerra.

Hoy las religiones ocupan la escena de la vida pública con mucha más evidencia que hace veinte años. André Malraux decía que el siglo XXI será el siglo de las religiones o no será. Pero las religiones, por desgracia, también son gasolina que se echa al fuego de la guerra. Es la historia de los fundamentalismos religiosos, del odio y de la violencia en nombre de Dios. Sí, las religiones pueden ser agua que apague el fuego del odio, pero también pueden ser gasolina que lo inflama. Por eso deben cultivar un lenguaje de paz. Por eso, sobre todo, deben cultivar la profunda búsqueda de Dios, que lleva a encontrar el espíritu de paz que está en lo más hondo de cada religión.

El año pasado estábamos en Nápoles, en un encuentro de paz rodeado de gran fervor popular (y doy las gracias de nuevo por ello al cardenal Crescenzio Sepe, arzobispo de Nápoles). Entonces Benedicto XVI, reunido con los líderes religiosos, habló del auténtico espíritu de Asís y dijo:

“se opone a toda forma de violencia y al abuso de la religión como pretexto para la violencia. Ante un mundo desgarrado por conflictos, donde en ocasiones se justifica la violencia en nombre de Dios, es importante rebatir que las religiones jamás pueden ser vehículos de odio; jamás invocando el nombre de Dios se puede llegar a justificar el mal y la violencia. Al contrario, las religiones pueden y deben ofrecer recursos preciosos para construir una humanidad pacífica, porque hablan de paz al corazón del hombre”.

El espíritu de Asís se opone a la violencia en nombre de Dios. Por eso el espíritu sopló con fuerza en Nápoles y sopla aquí con tanta fuerza. Nuestro hablar, nuestro encontrarnos, será soplar con toda la capacidad de nuestros pulmones, para que este espíritu crezca, abrace mentes y corazones, se convierta en el viento de una nueva época para las mujeres y los hombres, para el mundo entero: que se convierta en una cultura y en un clima de paz.

Muchos dicen que una civilización de paz es imposible y que hay que resignarse a la dura realidad. Dicen que esta es la naturaleza del hombre y de los pueblos. Son los que creen que la guerra crea la paz, aunque siempre deja una herencia envenenada. Son los que afirman que la paz sólo puede venir por el desarrollo del mercado, que confían en la única providencia verdadera para ellos: el mercado. Pero en el último mes hemos asistido al fracaso de esta confianza en el mercado. Hay que ser razonable y saber extraer lecciones de la historia. La providencia de la economía no traerá la paz. Tampoco la traerá un país, por más poderoso que sea. No será un único actor. Hoy la historia tiene muchos y muy fuertes actores y protagonistas. Nosotros somos soñadores, pero realistas. La realidad es compleja, y depende de muchos.

Aquel que ha caminado por el camino del espíritu sabe que la realidad no se puede reducir sólo a la economía y sólo a las leyes de la fuerza bruta. Un mundo nuevo es posible: no como el fruto de la magia, sino como un proceso paciente de construcción de una civilización de vivir juntos, en el pequeño diálogo cotidiano, en el encuentro, en el respeto por la libertad y la personalidad de los demás, en la solidaridad con los más pobres, con los pequeños, con la vida en todas sus manifestaciones y fases. Para construir un mundo nuevo hace falta más humanidad y más espíritu. Humanidad y espíritu pueden realizar una verdadera comunidad humana, una comunidad de pueblos.

No será un especialista, no será un poderoso, no será un solo hombre, el que construya un mundo nuevo. Lo harán los pueblos, con la ayuda de Dios, con el respeto hacia todos. Hace falta más espíritu, espíritu de paz, espíritu de compasión en esta época: puede ser el alba de un mundo mejor o un tiempo de caos.

Las religiones dan esperanza a millones de mujeres y de hombres: esperanza en la posibilidad de perfeccionarse personalmente, esperanza en un mundo mejor, esperanza en la vida eterna. Las religiones son un patrimonio de esperanza. Pero ¿no estamos demasiado resignados a la realidad de la guerra, de los numerosos conflictos armados, de la excesiva pobreza? ¿No estamos resignados a una mentalidad de conflicto permanente entre naciones, entre culturas, entre religiones? ¿No lo están los hombres y las mujeres, creyentes, que son portadores de la esperanza?

Por eso estamos aquí: para confrontarnos, para dialogar, para estrechar amistades duraderas que alejan el odio, que demasiado a menudo se siembra en las mentes.

Debemos, ilustres amigos, tener esperanza en una civilización de paz verdadera, hecha de repudio de la guerra, de convivencia sincera entre culturas y religiones distintas, de solidaridad con los más pobres. Debemos tener esperanza en que del mundo del espíritu surja un verdadero humanismo que sea capaz de sentir compasión.

Nuestras convicciones, nuestras tradiciones y nuestras creencias son distintas. Eso no nos lleva al odio o al desprecio. Tampoco nos lleva a eliminar las diferencias. ¡No sería justo! La paz en la diferencia es el verdadero signo que necesita nuestro tiempo: signo de humanidad, de libertad y de riqueza. Por eso os estamos tan agradecidos a todos vosotros que, desde esta Chipre hermosa en un mundo difícil, enviaréis una señal de paz: la señal de la paloma y del arco iris.

 



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