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Misa del domingo de Ramos 2011


 
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Primera Lectura

Isaías 50,4-7

El Señor Yahveh me ha dado
lengua de discípulo,
para que haga saber al cansado
una palabra alentadora.
Mañana tras mañana despierta mi oído,
para escuchar como los discípulos; el Señor Yahveh me ha abierto el oído.
Y yo no me resistí,
ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban,
mis mejillas a los que mesaban mi barba.
Mi rostro no hurté
a los insultos y salivazos. Pues que Yahveh habría de ayudarme
para que no fuese insultado,
por eso puse mi cara como el pedernal,
a sabiendas de que no quedaría avergonzado.

Salmo responsorial

 

Salmo 21 (22)

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¡lejos de mi salvación la voz de mis rugidos!

Dios mío, de día clamo, y no respondes,
también de noche, no hay silencio para mí.

¡Mas tú eres el Santo,
que moras en las laudes de Israel!

En ti esperaron nuestros padres,
esperaron y tú los liberaste;

a ti clamaron, y salieron salvos,
en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos.

Y yo, gusano, que no hombre,
vergüenza del vulgo, asco del pueblo,

todos los que me ven de mí se mofan,
tuercen los labios, menean la cabeza:

Se confió a Yahveh, ¡pues que él le libre,
que le salve, puesto que le ama!

Sí, tú del vientre me sacaste,
me diste confianza a los pechos de mi madre;

a ti fui entregado cuando salí del seno,
desde el vientre de mi madre eres tú mi Dios.

¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca,
no hay para mí socorro!

Novillos innumerables me rodean,
acósanme los toros de Basán;

ávidos abren contra mí sus fauces;
leones que desgarran y rugen.

Como el agua me derramo,
todos mis huesos se dislocan,
mi corazón se vuelve como cera,
se me derrite entre mis entrañas.

Está seco mi paladar como una teja
y mi lengua pegada a mi garganta;
tú me sumes en el polvo de la muerte.

Perros innumerables me rodean,
una banda de malvados me acorrala
como para prender mis manos y mis pies.

Puedo contar todos mis huesos;
ellos me observan y me miran,

repártense entre sí mis vestiduras
y se sortean mi túnica.

¡Mas tú, Yahveh, no te estés lejos,
corre en mi ayuda, oh fuerza mía,

libra mi alma de la espada,
mi única de las garras del perro;

sálvame de las fauces del león,
y mi pobre ser de los cuernos de los búfalos!

¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré!:

Los que a Yahveh teméis, dadle alabanza,
raza toda de Jacob, glorificadle,
temedle, raza toda de Israel.

Porque no ha despreciado
ni ha desdeñado la miseria del mísero;
no le ocultó su rostro,
mas cuando le invocaba le escuchó.

De ti viene mi alabanza en la gran asamblea,
mis votos cumpliré ante los que le temen.

" Los pobres comerán, quedarán hartos,
los que buscan a Yahveh le alabarán:
""¡Viva por siempre vuestro corazón!"""

Le recordarán y volverán a Yahveh todos los confines de la tierra,
ante él se postrarán todas las familias de las gentes.

Que es de Yahveh el imperio, del señor de las naciones.

Ante él solo se postrarán todos los poderosos de la tierra,
ante él se doblarán cuantos bajan al polvo.
Y para aquél que ya no viva,

le servirá su descendencia:
ella hablará del Señor a la edad

venidera,
contará su justicia al pueblo por nacer:
Esto hizo él.

Segunda Lectura

Filipenses 2,6-11

El cual, siendo de condición divina,
no retuvo ávidamente
el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de siervo
haciéndose semejante a los hombres
y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es SEÑOR
para gloria de Dios Padre.

Lectura del Evangelio

Mateo 26,14-27,66

Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?» Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle. El primer día de los Azimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?» El les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos."» Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua. Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará.» Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?» El respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!» Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabbí?» Dícele: «Sí, tú lo has dicho.» Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo.» Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: «Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre.» Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos. Entonces les dice Jesús: «Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño . Mas después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea.» Pedro intervino y le dijo: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré.» Jesús le dijo: «Yo te aseguro: esta misma noche, antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.» Dícele Pedro: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré.» Y lo mismo dijeron también todos los discípulos. Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.» Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.» Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.» Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: «¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.» Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: «Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad.» Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Viene entonces donde los discípulos y les dice: «Ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el que me va a entregar está cerca.» Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo numeroso con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El que le iba a entregar les había dado esta señal: «Aquel a quien yo dé un beso, ése es; prendedle.» Y al instante se acercó a Jesús y le dijo: «¡Salve, Rabbí!», y le dio un beso. Jesús le dijo: «Amigo, ¡a lo que estás aquí!» Entonces aquéllos se acercaron, echaron mano a Jesús y le prendieron. En esto, uno de los que estaban con Jesús echó mano a su espada, la sacó e, hiriendo al siervo del Sumo Sacerdote, le llevó la oreja. Dícele entonces Jesús: «Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán. ¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas, ¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?» En aquel momento dijo Jesús a la gente: «¿Como contra un salteador habéis salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días me sentaba en el Templo para enseñar, y no me detuvisteis. Pero todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras de los profetas.» Entonces los discípulos le abandonaron todos y huyeron. Los que prendieron a Jesús le llevaron ante el Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro le iba siguiendo de lejos hasta el palacio del Sumo Sacerdote; y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver el final. Los sumos sacerdotes y el Sanedrín entero andaban buscando un falso testimonio contra Jesús con ánimo de darle muerte, y no lo encontraron, a pesar de que se presentaron muchos falsos testigos. Al fin se presentaron dos, que dijeron: «Este dijo: Yo puedo destruir el Santuario de Dios, y en tres días edificarlo.» Entonces, se levantó el Sumo Sacerdote y le dijo: «¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra ti?» Pero Jesús seguía callado. El Sumo Sacerdote le dijo: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.» Dícele Jesús: «Sí, tú lo has dicho. Y yo os declaro que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo.» Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestidos y dijo: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?» Respondieron ellos diciendo: «Es reo de muerte.» Entonces se pusieron a escupirle en la cara y a abofetearle; y otros a golpearle, diciendo: «Adivínanos, Cristo. ¿Quién es el que te ha pegado?» Pedro, entretanto, estaba sentado fuera en el patio; y una criada se acercó a él y le dijo: «También tú estabas con Jesús el Galileo.» Pero él lo negó delante de todos: «No sé qué dices.» Cuando salía al portal, le vio otra criada y dijo a los que estaban allí: «Este estaba con Jesús el Nazoreo.» Y de nuevo lo negó con juramento: «¡Yo no conozco a ese hombre!» Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: «¡Ciertamente, tú también eres de ellos, pues además tu misma habla te descubre!» Entonces él se puso a echar imprecaciones y a jurar: «¡Yo no conozco a ese hombre!» Inmediatamente cantó un gallo. Y Pedro se acordó de aquello que le había dicho Jesús: «Antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.» Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente. Llegada la mañana, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo celebraron consejo contra Jesús para darle muerte. Y después de atarle, le llevaron y le entregaron al procurador Pilato. Entonces Judas, el que le entregó, viendo que había sido condenado, fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «Pequé entregando sangre inocente.» Ellos dijeron: «A nosotros, ¿qué? Tú verás.» El tiró las monedas en el Santuario; después se retiró y fue y se ahorcó. Los sumos sacerdotes recogieron las monedas y dijeron: «No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque son precio de sangre.» Y después de deliberar, compraron con ellas el Campo del Alfarero como lugar de sepultura para los forasteros. Por esta razón ese campo se llamó «Campo de Sangre», hasta hoy. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: «Y tomaron las treinta monedas de plata, cantidad en que fue apreciado aquel a quien pusieron precio algunos hijos de Israel, y las dieron por el Campo del Alfarero, según lo que me ordenó el Señor.» Jesús compareció ante el procurador, y el procurador le preguntó: «¿Eres tú el Rey de los judíos?» Respondió Jesús: «Sí, tú lo dices.» Y, mientras los sumos sacerdotes y los ancianos le acusaban, no respondió nada. Entonces le dice Pilato: «¿No oyes de cuántas cosas te acusan?» Pero él a nada respondió, de suerte que el procurador estaba muy sorprendido. Cada Fiesta, el procurador solía conceder al pueblo la libertad de un preso, el que quisieran. Tenían a la sazón un preso famoso, llamado Barrabás. Y cuando ellos estaban reunidos, les dijo Pilato: «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, el llamado Cristo?», pues sabía que le habían entregado por envidia. Mientras él estaba sentado en el tribunal, le mandó a decir su mujer: «No te metas con ese justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa.» Pero los sumos sacerdotes y los ancianos lograron persuadir a la gente que pidiese la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Y cuando el procurador les dijo: «¿A cuál de los dos queréis que os suelte?», respondieron: «¡A Barrabás!» Díceles Pilato: «Y ¿qué voy a hacer con Jesús, el llamado Cristo?» Y todos a una: «¡Sea crucificado!» - «Pero ¿qué mal ha hecho?», preguntó Pilato. Mas ellos seguían gritando con más fuerza: «¡Sea crucificado!» Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: «Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis.» Y todo el pueblo respondió: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» Entonces, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarle, se lo entregó para que fuera crucificado. Entonces los soldados del procurador llevaron consigo a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte. Le desnudaron y le echaron encima un manto de púrpura; y, trenzando una corona de espinas, se la pusieron sobre su cabeza, y en su mano derecha una caña; y doblando la rodilla delante de él, le hacían burla diciendo: «¡Salve, Rey de los judíos!»; y después de escupirle, cogieron la caña y le golpeaban en la cabeza. Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron sus ropas y le llevaron a crucificarle. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene llamado Simón, y le obligaron a llevar su cruz. Llegados a un lugar llamado Gólgota, esto es, «Calvario», le dieron a beber vino mezclado con hiel; pero él, después de probarlo, no quiso beberlo. Una vez que le crucificaron, se repartieron sus vestidos, echando a suertes. Y se quedaron sentados allí para custodiarle. Sobre su cabeza pusieron, por escrito, la causa de su condena: «Este es Jesús, el Rey de los judíos.» Y al mismo tiempo que a él crucifican a dos salteadores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el Santuario y en tres días lo levantas, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!» Igualmente los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy Hijo de Dios."» De la misma manera le injuriaban también los salteadores crucificados con él. Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?», esto es: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» Al oírlo algunos de los que estaban allí decían: «A Elías llama éste.» Y enseguida uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber. Pero los otros dijeron: «Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarle.» Pero Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se hendieron. Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos. Por su parte, el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios.» Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro. Al otro día, el siguiente a la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato y le dijeron: «Señor, recordamos que ese impostor dijo cuando aún vivía: "A los tres días resucitaré." Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan luego al pueblo: "Resucitó de entre los muertos", y la última impostura sea peor que la primera.» Pilato les dijo: «Tenéis una guardia. Id, aseguradlo como sabéis.» Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia.

Homilía

 

La Semana Santa se abre con la memoria de la entrada en Jerusalén. El viaje de Jesús, iniciado en Galilea, está por concluir. Según narra el Evangelio de Mateo, la última etapa es Betfagé, en el Monte de los Olivos. Jesús se detiene y envía por delante a dos discípulos para que le consigan una cabalgadura. Quiere entrar en Jerusalén como nunca antes lo había hecho. El Mesías, que hasta ese momento se había mantenido oculto, toma posesión de la ciudad santa y del templo, revelando así su misión de verdadero y nuevo pastor de Israel, aunque esto -lo sabe muy bien- lo llevará a la muerte. No entra sobre un carro, como el jefe de un ejército, aunque use la montura de los soberanos de la antigüedad: un pollino (Gn 49, 11). El asno no significa pobreza o una menor dignidad, en todo caso lo contrario. Jesús conoce cuanto está escrito en el libro del profeta Zacarías: "¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén! Que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una cría de asna" (9, 9).
Jesús entra en Jerusalén como rey. La gente parece intuirlo y extiende los mantos a lo largo del camino, como era costumbre en Oriente al paso del soberano. Incluso las ramas de olivo, tomadas de los campos y esparcidas a lo largo del camino de Jesús, hacen de alfombra. El grito de "Hosanna" (en hebreo significa "sálvanos") expresa la necesidad de salvación y de ayuda que sentía la gente. Por fin llegaba el Salvador. Jesús entra en Jerusalén, y en nuestras ciudades de hoy, como el único que puede hacernos salir de la esclavitud para hacernos partícipes de una vida más humana y solidaria. Su rostro no es el de un poderoso o un fuerte, sino el de un hombre manso y humilde. Bastan seis días para aclararlo todo: el rostro de Jesús será el de un crucificado, el de un vencido. Es la paradoja del Domingo de Ramos, que nos hace vivir juntos el triunfo y la pasión de Jesús. De hecho, con la narración del Evangelio de la pasión a continuación de la entrada en Jerusalén, la liturgia quiere como acortar el tiempo y mostrar en seguida el verdadero rostro de este rey. La única corona que se le pondrá sobre la cabeza en las próximas horas será de espinas, el cetro será una caña y el uniforme un manto de púrpura a modo de burla. Qué verdaderas son las palabras de Pablo: "Siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo" (Flp 2, 6-7).
Esas ramas de olivo que hoy son signo de fiesta, dentro de unos días, en el huerto donde se retiraba a orar, le verán sudar sangre por la angustia de la muerte. Jesús no huye; toma su cruz y llega con ella hasta el Gólgota, donde es crucificado. Aquella muerte que a los ojos de la mayoría pareció una derrota fue en realidad una victoria: era la lógica conclusión de una vida gastada por el Señor. Verdaderamente solo Dios podía vivir y morir de aquel modo, es decir, olvidándose de sí mismo para darse totalmente a los demás. Una bella tradición quiere que cada uno se lleve a casa el ramo de olivo bendecido, tras haber cantado junto a los niños de los judíos "Bendito el que viene en el nombre del Señor". Es el recuerdo del día de la entrada de Jesús en Jerusalén. Ese ramo es el signo de la paz, pero debe recordarnos también la necesidad que Jesús tiene de nuestra compañía. Precisamente bajo aquellos olivos centenarios de Getsemaní, Jesús, dominado por la angustia de la muerte, quiso que los suyos permaneciesen junto a él. Qué amargas son las palabras que dirige a Pedro: "¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?" (Mt 26, 40). Que el ramo de olivo sea un signo de nuestro compromiso de estar junto al Señor sobre todo en estos días. Es una hermosa manera de consolar a un hombre que va a morir por todos.



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