En una época de tan vastas migraciones, un gran número de personas deja sus lugares de origen y emprende el arriesgado viaje de la esperanza, con el equipaje lleno de deseos y de temores, a la búsqueda de condiciones de vida más humanas. No es extraño, sin embargo, que estos movimientos migratorios susciten desconfianza y rechazo, también en las comunidades eclesiales, antes incluso de conocer las circunstancias de persecución o de miseria de las personas afectadas. Esos recelos y prejuicios se oponen al mandamiento bíblico de acoger con respeto y solidaridad al extranjero necesitado.
Por una parte, oímos en el sagrario de la conciencia la llamada a tocar la miseria humana y a poner en práctica el mandamiento del amor que Jesús nos dejó cuando se identificó con el extranjero, con quien sufre, con cuantos son víctimas inocentes de la violencia y la explotación. Por otra parte, sin embargo, a causa de la debilidad de nuestra naturaleza, “sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor” (Esort. ap. Evangelii gaudium, 270).
La fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad permite reducir las distancias que nos separan de los dramas humanos. Jesucristo espera siempre que lo reconozcamos en los emigrantes y en los desplazados, en los refugiados y en los exiliados, y asimismo nos llama a compartir nuestros recursos, y en ocasiones a renunciar a nuestro bienestar. Lo recordaba el Papa Pablo VI, diciendo que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás» (Carta ap. Octogesima adveniens, 14 mayo 1971, 23).
Por lo demás, el carácter multicultural de las sociedades actuales invita a la Iglesia a asumir nuevos compromisos de solidaridad, de comunión y de evangelización. Los movimientos migratorios, de hecho, requieren profundizar y reforzar los valores necesarios para garantizar una convivencia armónica entre las personas y las culturas. Para ello no basta la simple tolerancia, que hace posible el respeto de la diversidad y da paso a diversas formas de solidaridad entre las personas de procedencias y culturas diferentes. Aquí se sitúa la vocación de la Iglesia a superar las fronteras y a favorecer «el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación a una actitud que ponga como fundamento la “cultura del encuentro”, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno» (Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2014).
Del Mensaje para la 101 Jornada del emigrante y del refugiado |