La Iglesia, además de ser una comunidad de creyentes que reconoce a Jesucristo en los rostros de los demás -puntualizó- es una madre sin fronteras y sin límites. Es madre de todos y se esfuerza por alimentar la cultura de la acogida y la solidaridad, en que ninguno es inútil, está fuera de lugar o es para descartar.
Lo recordaba en el Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado de este año: El fundamento de la dignidad de la persona no está en los criterios de eficiencia, de productividad, de clase social, de pertenencia a una etnia o grupo religioso, sino en el ser creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) y, más aún, en el ser hijos de Dios; cada ser humano es hijo de Dios. ¡En él está impresa la imagen de Cristo!. Por lo tanto, los migrantes, con su propia humanidad, incluso más que con sus valores culturales, amplían el sentido de la fraternidad humana. Al mismo tiempo, su presencia es un recordatorio de la necesidad de erradicar la desigualdad, la injusticia y la opresión. De esta manera, los migrantes pueden convertirse en socios en la construcción de una identidad más rica para la comunidad que los acoge, estimulando el desarrollo de sociedades inclusivas, creativas y respetuosas de la dignidad de todos.
El papa Francisco a los participantes al VII Congreso Mundial de la Pastoral para los Migrantes (21/11/2014) |