Astana (Kazajistán): Intervención de Marco Impagliazzo en el III Congreso de las Religiones Mundiales y Tradicionales
“Diálogo y cooperación en la experiencia de la Comunidad de Sant’Egidio”
(1 de julio de 2009)
Diálogo y cooperación están íntimamente ligados en la experiencia de la Comunidad de Sant’Egidio. La Comunidad, inspirada por el Evangelio, desde sus inicios ha vivido el servicio a los pobres y la lucha por un mundo más justo. El contacto con los pobres o con las situaciones de sufrimiento del mundo, como los conflictos, nos ha hecho descubrir universos nuevos. Pienso en el descubrimiento del islam a través del encuentro con los inmigrantes en los países occidentales. Pienso también en la recuperación de la memoria de la Shoah y del judaísmo. Pienso por último en África y en sus dramas, pero también en su humanismo. Allí la Comunidad ha puesto en marcha un programa de tratamiento del sida, DREAM, que aplica los estándares occidentales a más de 70.000 africanos de diez países del continente. Es un programa que cuenta con la cooperación de otros cristianos, no sólo católicos.
Recorrer las calles de la amistad significa aprender o que, en Sant’Egidio, llamamos el arte del encuentro, este arte practicado también en Kazajistán, país situado en una encrucijada de muchas tradiciones y donde conviven religiones y culturas distintas. El diálogo nunca puede separarse de un verdadero encuentro personal. De dicho encuentro puede nacer la cooperación. El diálogo interreligioso, que aquí celebramos, se basa en el aprecio por el otro, a pesar de su diferencia: una lección para nuestro tiempo que demasiado a menudo está dominado por la cultura del enemigo.
La experiencia de Sant’Egidio en el diálogo entre las religiones está asociada a la Oración por la Paz, convocada en Asís por el papa Juan Pablo II en 1986. La intuición del papa abrió un nuevo camino de diálogo interreligioso sobre la base del trabajo de las religiones por la paz. El papa dio un objetivo concreto al diálogo: la paz. De dicho diálogo nacieron muchas cooperaciones concretas y muchas iniciativas de paz, iniciada precisamente durante los encuentros: el trabajo por la paz en Mozambique, en Argelia y también en los Balcanes.
El diálogo responde a los profundos motivos del amor pero también a la necesidad de nuestro tiempo. El diálogo es convivir en un mundo fragmentado sabiendo que no estamos destinados al enfrentamiento. Quien dialoga se convierte en un polo de atracción para todos aquellos que buscan un mundo más humano. Los encuentros de oración por la paz organizados por Sant'Egidio se inspiran en la fuerza de paz que hay en el corazón de todas las religiones, sabiendo que "sólo la paz es santa” y que las religiones deben colaborar en la edificación de la conciencia de los fieles y en la vida pública del mundo. Pienso, por ejemplo, en el trabajo de Sant’Egidio, en colaboración con creyentes de todas las religiones, por la abolición, a nivel mundial, de la pena de muerte.
Vivimos todos en un mundo plural, tanto desde el punto de vista religioso como étnico. A pesar de los intentos de homologar las sociedades, nuestro destino es vivir juntos con gente de identidades distintas. Para la Iglesia católica, el Concilio Vaticano II indicó en ese sentido un camino: no la indiferencia a la fe del otro, ni la exaltación de las contraposiciones, sino el diálogo respetuoso. La Iglesia del diálogo es –según el Concilio– la que siente como “su deber promover la unidad y la caridad entre los hombres, entre los pueblos… y los impulsa a vivir juntos su destino común”. El diálogo es, pues, una dimensión de la vida, que se hace realidad en el encuentro personal con el otro. El diálogo, vivido en su dimensión cotidiana, por ejemplo en nuestras ciudades, no es una escuela de relativismo o de renuncia a la identidad, sino conciencia de un destino común que nos une a todos.
Para Sant’Egidio existe un fuerte vínculo entre diálogo y cooperación. Existe, de hecho, una conexión vital entre fe, diálogo y paz. Desde los años ochenta nos hemos involucrado en situaciones de guerra en África o en los Balcanes. Me refiero a Mozambique y a la guerra que lo había devastado con un millón de muertos. ¿Qué podíamos hacer por la paz? En los encuentros y luego en las negociaciones (celebradas durante dos años en Sant’Egidio, en Roma, que se cerraron co la paz en 1992) experimentamos que teníamos una fuerza de paz: no la económica o política, sino una fuerza capaz de reconciliar. Luego está la experiencia de los Balcanes, donde persones que se conocían, vecinos desde hacía tiempo, de repente se descubrieron enemigos. Había que recrear las razones de vivir juntos, por ejemplo en Kosovo o en Bosnia. Siempre se puede hacer algo por la paz a través del diálogo. Esta es nuestra experiencia. ¿De dónde viene esa fuerza de paz? De una Comunidad de creyentes que reza, escucha la Palabra de Dios y, al mismo tiempo, se deja interrogar por las preguntas de los pobres y del mundo.
Hoy a menudo se oye decir que el diálogo es inútil y que se puede hacer poco por la paz. Se da prioridad a la cultura del choque, del enfrentamiento. Un “humo de pesimismo" se apodera de nuestras conciencias. Siempre se pueden encontrar motivos para justificar el pesimismo. Existen. Muchos provienen de la violencia cotidiana: violencia terrorista, violencia criminal, violencia de la guerra, ennoblecida fácilmente como instrumento normal y necesario para resolver los conflictos. El miedo, para pueblos, naciones y culturas, de sentimiento difuso se convierte en política de los gobiernos. El miedo se convierte en desprecio del otro, porque es de otra religión, de otra etnia, distinto. Los hombres favorables al diálogo son considerados ingenuos. Pero el creyente sabe que no hay nada inevitable, ni siquiera en los momentos más difíciles de la historia. Andrea Riccardi, fundador de nuestra Comunidad, recientemente ha afirmado que “la historia es rica de cambios radicales y de milagros". Es rica de acontecimientos inesperados, de fuerzas sumergidas que emergen”. Esta es la convicción de la Comunidad de Sant’Egidio, que nace de encontrarse cada día con las heridas de los pobres y de los países pobres. No somos profesionales del diálogo, sino amigos de los pobres y contrarios a la guerra, madre de todas las pobrezas. De ahí el amor por el diálogo. Esta puede ser la batalla de todas las religiones, si se ponen juntas en un gran programa pacificador, aunque lo manifiesten en lenguas y teologías distintas. Hacen falta hombres y mujeres de religión, verdaderamente espirituales y, por eso, interesados en la paz. Nuestra gente, nuestros fieles, desean escuchar discursos de esperanza, inundados como están de tantos anuncias de crisis y de catástrofes. Necesitan crecer en la conciencia de la unidad de la familia humana. Las religiones pueden hacer mucho, si recogen el grito de dolor y la petición alarmada que llega de muchas partes del mundo. El fruto del diálogo y de la cooperación es la paz: un sueño que se lleva a cabo con paciencia y por el que hay que rezar con insistencia. Un sueño hacia el que orientar los sentimientos de los pueblos. Esta paz puede construirse en el corazón de todos con humilde y tenaz servicio.