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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Pier Damiani (+1072). Fiel a su vocación monástica, amó a toda la Iglesia y dedicó su vida a reformarla. Recuerdo de los monjes de cualquier parte del mundo. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 21 de febrero

Recuerdo de san Pier Damiani (+1072). Fiel a su vocación monástica, amó a toda la Iglesia y dedicó su vida a reformarla. Recuerdo de los monjes de cualquier parte del mundo.


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Lucas 11,29-32

Habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Jesús está rodeado de mucha gente. Como entonces, también hoy muchos buscan palabras que conforten y ayuden a no sucumbir ante tantos miedos que hacen la vida difícil. A menudo estamos a merced de los acontecimientos, y los que son más débiles son también los más frágiles. Si no somos amados nos envuelve un sentimiento de extravío por dentro y por fuera. La soledad se ve agudizada aún más por ese instinto malvado que nos lleva a cada uno a pensar sólo en sí mismo, y al desinterés por los demás. Todo esto emerge con especial gravedad en las grandes ciudades de hoy, que verdaderamente se parecen a la Nínive de la que habla el Evangelio. En las grandes periferias urbanas la existencia se ha vuelto más dura y violenta, y esto es algo que golpea sobre todo a los más pobres, e incumbe a muchos jóvenes, que ven cerradas las puertas del futuro. Y así, vemos crecer los desequilibrios físicos y mentales, la pobreza y la marginación, la desesperación y la angustia. Y al igual que en los tiempos de Jesús, la gente pide un signo, un acontecimiento más o menos prodigioso que pueda liberar de la angustia. Sin embargo, no existen acontecimientos mágicos que cambien la vida, no hay una suerte imprevista que transforme en serenidad los propios días. Se necesita un "signo" verdadero que ayude a cambiar los corazones, a hacerlos más solidarios, más acogedores, más capaces de amar. Este signo es Jesús mismo; es Él el que realmente cambia los corazones. Es necesario -y esta es la enseñanza de la página evangélica- que las calles y las plazas de nuestras ciudades se vean de nuevo atravesadas por la predicación del Evangelio, como en su momento le ocurrió a Nínive con la predicación de Jonás. El Evangelio es lo que ayuda a cambiar el corazón, a hacerlo de carne en vez de piedra. El Evangelio debe recorrer las calles de las grandes ciudades de hoy: es la única y verdadera fuerza que las hace más humanas; es la única palabra que hace crecer el amor y aleja la soledad y el miedo. Es urgente que los cristianos de hoy salgan a predicar con los hechos y las palabras el Evangelio del amor en las grandes periferias urbanas y en las existenciales, como no se cansa de decir el papa Francisco. Es una responsabilidad que implica a todos los discípulos de Jesús: la predicación del Evangelio y el amor por los pobres son el "signo" que Jesús continúa siendo el que salva de la tristeza y de la muerte. La página evangélica nos advierte que Nínive cambió de vida sólo con la predicación de Jonás. Pues bien, el Evangelio es una palabra mucho más fuerte que la del antiguo profeta.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.