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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 15 de julio

XV del tiempo ordinario


Primera Lectura

Amós 7,12-15

Y Amasías dijo a Amós: "Vete, vidente; huye a la tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. Pero en Betel no has de seguir profetizando, porque es el santuario del rey y la Casa del reino." Respondió Amós y dijo a Amasías: "Yo no soy profeta ni hijo de profeta,
yo soy vaquero y picador de sicómoros. Pero Yahveh me tomó de detrás del rebaño,
y Yahveh me dijo:
"Ve y profetiza a mi pueblo Israel."

Salmo responsorial

Psaume 84 (85)

Propicio has sido, Yahveh, con tu tierra,
has hecho volver a los cautivos de Jacob;

has quitado la culpa de tu pueblo,
has cubierto todos sus pecados, Pausa.

has retirado todo tu furor,
has desistido del ardor de tu cólera.

¡Haznos volver, Dios de nuestra salvación,
cesa en tu irritación contra nosotros!

¿Vas a estar siempre airado con nosotros?
¿Prolongarás tu cólera de edad en edad?

¿No volverás a darnos vida
para que tu pueblo en ti se regocije?

¡Muéstranos tu amor, Yahveh,
y danos tu salvación!

Voy a escuchar de qué habla Dios.
Sí, Yahveh habla de paz
para su pueblo y para sus amigos,
con tal que a su torpeza no retornen.

Ya está cerca su salvación para quienes le temen,
y la Gloria morará en nuestra tierra.

Amor y Verdad se han dado cita,
Justicia y Paz se abrazan; "

la Verdad brotará de la tierra,
y de los cielos se asomará la Justicia.

El mismo Yahveh dará la dicha,
y nuestra tierra su cosecha dará;

La Justicia marchará delante de él,
y con sus pasos trazará un camino.

Segunda Lectura

Efesios 1,3-14

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones
espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo,
para ser santos e inmaculados en su presencia, en el
amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia
con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención,
el perdón de los delitos,
según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros
en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad
según el benévolo designio
que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos:
hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza,
lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. A él, por quien entramos en herencia,
elegidos de antemano
según el previo designio del que realiza todo
conforme a la decisión de su voluntad, para ser nosotros
alabanza de su gloria,
los que ya antes esperábamos en Cristo. En él también vosotros,
tras haber oído la Palabra de la verdad,
el Evangelio de vuestra salvación,
y creído también en él,
fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa,
que es prenda de nuestra herencia,
para redención del Pueblo de su posesión,
para alabanza de su gloria.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 6,7-13

Y llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: «Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas.» Y les dijo: «Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí. Si algún lugar no os recibe y no os escuchan, marchaos de allí sacudiendo el polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos.» Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

«Llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos.» Así empieza el pasaje del Evangelio de Marcos que escuchamos este domingo. Jesús los llamó y los envió. Estos dos verbos (llamar y enviar) se puede decir que resumen toda la identidad del discípulo y de toda comunidad cristiana. El Concilio Vaticano II habla con extrema claridad de esta misión que se confía a toda la Iglesia: «La Iglesia peregrina es por su misma naturaleza misionera... y es responsabilidad de cada discípulo de Cristo difundir, en la medida que le sea posible, la fe». El cristiano, por tanto, es ante todo alguien que es llamado, un convocado por Dios.
Toda la tradición del Antiguo Testamento, a partir de Abraham, pone a Dios como origen de todo llamamiento. Es emblemático el caso de Amós. No fue él, quien eligió. Tampoco fue él, quien fue. El Señor lo tomó («El Señor me tomó de detrás del rebaño») y lo arrojó a un áspero enfrentamiento con las injusticias del poder político. Tuvo que hacer frente incluso a las frías consideraciones del «capellán de corte», el sacerdote Amasías, que lo exhortaba, como pasa a menudo, a seguir una egoísta prudencia. Amós contesta al sacerdote que sus palabras no son fruto de una decisión personal asociada a determinadas perspectivas. Es Dios mismo, quien lo ha llevado a la misión profética: «Yo no soy profeta, ni soy hijo de profeta, yo soy vaquero y picador de sicómoros. Pero el Señor me tomó de detrás del rebaño, y el Señor me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel'» (Am 7,14-15).
El llamamiento siempre es para prestar el servicio de comunicar, con las palabras y con la vida, el Evangelio de Jesús hasta los confines de la tierra. Y cada uno puede encontrar su santidad. Todos los llamamientos del Señor son una invitación a acoger la misión que nos hace ir siempre más allá de nosotros mismos, más allá de los límites que cada uno traza en su vida. De hecho, a nosotros nos parece natural trazar límites, a poder ser claros y definitivos: entre nosotros y los demás, entre lo que creemos que es posible hacer y lo que creemos que no lo es. Ese instinto de trazar límites nace del miedo: queremos estar tranquilos y seguros, evitando lo desconocido y lo que no es familiar para nosotros.
No pasa lo mismo con Jesús. Él dejó el cielo para venir entre nosotros, y no porque fuéramos justos, sino porque somos pecadores. Por eso Jesús no puede aceptar ni límites ni particularismos. El horizonte de Jesús es el mundo entero. Nadie es ajeno a sus preocupaciones. Para el Señor todos deben ser amados y salvados. Jesús invita a sus discípulos a llevar únicamente el bastón del Evangelio y las sandalias de la misericordia para recorrer los caminos de los hombres predicando la conversión del corazón y curando las enfermedades. Para entrar en las casas de los hombres, es decir, en la morada más delicada e íntima que tienen, que es el corazón, no hacen falta armas específicas. Los discípulos, indefensos y pobres, deben ir de dos en dos para que su primera predicación sea el ejemplo del amor mutuo. Además, Jesús había dicho: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». Así pues, ricos solamente de la misericordia de Dios y del Evangelio, los cristianos podrán abatir los muros de división y liberar los corazones de los hombres de los límites y de los pesos que los oprimen. Ante esta tarea, fascinante y terrible, no podemos echarnos atrás. Y junto a los discípulos santos, decimos: «Heme aquí: envíame» (Is 6,8).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.