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Oración por la Paz
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Oración por la Paz

En la Basílica de Santa María de Trastévere se reza por la paz.
Fiesta de María del Monte Carmelo.
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Libretto DEL GIORNO
Oración por la Paz
Lunes 16 de julio

En la Basílica de Santa María de Trastévere se reza por la paz.
Fiesta de María del Monte Carmelo.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 10,34-11,1

«No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. «Quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá. «Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.» Y sucedió que, cuando acabó Jesús de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús pide a los discípulos un amor radical. Si dejamos que nos amen podemos comprender esa petición de Jesús, que de lo contrario parece exagerada. Él es el primero que ama a los suyos más que a cualquier otro y más que su propia vida. Para Jesús solo amándole a Él más que a nadie podemos aprender realmente a amar a todo el mundo. Solo quien tiene este amor es «digno» del Señor. Hasta tres veces en pocas líneas se repite: «ser digno de mí». Pero ¿quién puede afirmar ser digno de acoger al Señor? Una mirada realista a la vida de cada uno de nosotros es suficiente para que nos demos cuenta de nuestra pequeñez y de nuestro pecado. Ser discípulo de Jesús no es fácil ni inmediato, y no se logra por nacimiento o por tradición. Uno es cristiano solo porque lo decide, no por nacimiento. Los discípulos de Jesús están llamados a amarlo por encima de cualquier otra cosa. Solo así encuentran el sentido de la vida. Por eso Jesús puede decir: «El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará». Es una de las frases más reproducidas (la encontramos hasta seis veces en los evangelios). El discípulo «encuentra» su vida (en la resurrección) cuando la «pierde» (es decir, la gasta hasta su muerte) para anunciar el Evangelio. Es exactamente lo contrario de la concepción del mundo, según la cual la felicidad consiste en guardar para uno mismo la vida, el tiempo, las riquezas y los intereses. El discípulo, por el contrario, encuentra su felicidad cuando vive para los demás y no solo para él mismo. Es una verdad humana: solo el amor que damos es nuestro. Estamos en la conclusión de este «manual» de los discípulos en misión -así se podría definir el capítulo diez de Mateo- y Jesús expone algunas consideraciones sobre cómo les reciben. Y dice: «Quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado». La dignidad del discípulo proviene de identificarse con el Maestro, pues no lleva su propia palabra sino la de Dios. Jesús también les llama «pequeños». La única riqueza del discípulo es el Evangelio, y frente al Evangelio también él es pequeño. El discípulo depende totalmente del Evangelio. Esta es la riqueza que debemos conservar; esta es la riqueza que debemos transmitir.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.