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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 12 de agosto

XIX del tiempo ordinario


Primera Lectura

1Reyes 19,4-8

El caminó por el desierto una jornada de camino, y fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: "¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!" Se acostó y se durmió bajo una retama, pero un ángel le tocó y le dijo: "Levántate y come." Miró y vio a su cabecera una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió y bebió y se volvió a acostar. Volvió segunda vez el ángel de Yahveh, le tocó y le dijo: "Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti." Se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb.

Salmo responsorial

Salmo 33 (34)

Bendeciré a Yahveh en todo tiempo,
sin cesar en mi boca su alabanza;

en Yahveh mi alma se gloría,
¡óiganlo los humildes y se alegren!

Engrandeced conmigo a Yahveh,
ensalcemos su nombre todos juntos.

He buscado a Yahveh, y me ha respondido:
me ha librado de todos mis temores.

Los que miran hacia él, refulgirán:
no habrá sonrojo en su semblante.

Cuando el pobre grita, Yahveh oye,
y le salva de todas sus angustias.

Acampa el ángel de Yahveh
en torno a los que le temen y los libra.

Gustad y ved qué bueno es Yahveh,
dichoso el hombre que se cobija en él.

Temed a Yahveh vosotros, santos suyos,
que a quienes le temen no les falta nada.

Los ricos quedan pobres y hambrientos,
mas los que buscan a Yahveh de ningún bien carecen.

Venid, hijos, oídme,
el temor de Yahveh voy a enseñaros.

¿Quién es el hombre que apetece la vida,
deseoso de días para gozar de bienes?

Guarda del mal tu lengua,
tus labios de decir mentira;

apártate del mal y obra el bien,
busca la paz y anda tras ella.

Los ojos de Yahveh sobre los justos,
y sus oídos hacia su clamor,

el rostro de Yahveh contra los malhechores,
para raer de la tierra su memoria.

Cuando gritan aquéllos, Yahveh oye,
y los libra de todas sus angustias;

Yahveh está cerca de los que tienen roto el corazón.
él salva a los espíritus hundidos.

Muchas son las desgracias del justo,
pero de todas le libera Yahveh;

todos sus huesos guarda,
no será quebrantado ni uno solo.

La malicia matará al impío,
los que odian al justo lo tendrán que pagar.

Yahveh rescata el alma de sus siervos,
nada habrán de pagar los que en él se cobijan.

Segunda Lectura

Efesios 4,30-5,2

No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 6,41-51

Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo.» Y decían: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» Jesús les respondió: «No murmuréis entre vosotros. «Nadie puede venir a mí,
si el Padre que me ha enviado no lo atrae;
y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas:
Serán todos enseñados por Dios.
Todo el que escucha al Padre
y aprende,
viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre;
sino aquel que ha venido de Dios,
ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo:
el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto
y murieron; este es el pan que baja del cielo,
para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo.
Si uno come de este pan, vivirá para siempre;
y el pan que yo le voy a dar,
es mi carne por la vida del mundo.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

Refiriéndose al pasaje bíblico referente al maná enviado desde el cielo para el pueblo de Israel que estaba en el desierto, Jesús se aplica a sí mismo el contenido del mensaje bíblico diciendo: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo». Los presentes, al oír estas palabras, empezaron a murmurar. Es difícil, si no imposible en el plano de la lógica humana, pensar que el cielo se puede manifestar a través de la tierra. Y lo que se dice de Jesús hay que aplicarlo también a su cuerpo visible que es la Iglesia. ¿Cómo es posible que una pobre comunidad cristiana, provista solo de frágiles signos sacramentales y de un pequeño libro como las Escrituras, sea instrumento de salvación? En este misterio se esconde el mismo corazón de la fe cristiana: lo infinito elige lo finito para manifestarse; la Palabra que creó el mundo elige las palabras humanas para revelarse; aquel que crea todas las cosas se hace presente «realmente» en un poco de pan y un poco de vino; el Señor del cielo y de la tierra se hace presente allí donde dos o tres personas se reúnen en su nombre.
«Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera». Para nosotros el problema de estas palabras es tal vez que estamos acostumbrados a oírlas, y por eso corremos el peligro de no apreciar la fuerza descomunal que hay en ellas. Del mismo modo que el maná fue la salvación para el pueblo de Israel, Jesús lo es para los hombres. "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne, para vida del mundo». Quien se une a Jesús (quien come su carne) tiene vida eterna. El Evangelio no dice «tendrá», sino «tiene» vida eterna ya ahora, es decir, recibe como un don la vida que no termina (en el cuarto Evangelio «vida eterna» es sinónimo de «vida divina»).
Realmente la vida de la Iglesia, al igual que la vida de cada creyente individualmente, recibe la ayuda del «pan que baja del cielo». San Juan Pablo II, en su encíclica sobre la Eucaristía, afirma: «La Eucaristía, presencia salvífica de Jesús en la comunidad de fieles y su alimento espiritual, es lo más valioso que la Iglesia puede tener en su camino a lo largo de la historia» (nº 9). La historia de Elías ya prefiguraba este misterio. El profeta, perseguido por la reina Jezabel, tuvo que huir. Tras una huida extenuante, se sumió en el desánimo y la tristeza y terminó deseando solo la muerte. Mientras sus fuerzas, sobre todo las del espíritu, mermaban un ángel del Señor bajó del cielo, lo sacó del aturdimiento en el que había quedado y le dijo: «Levántate y come». Elías vio cerca de su cabecera una torta y se la comió. Pero volvió a acostarse. Fue necesario que el ángel volviera para despertarlo una vez más, como si quisiera indicar que es necesario siempre que un ángel nos despierte y que continuemos alimentándonos del «pan de la vida». Es decir, nadie debe pensar que es autosuficiente, y por tanto todos necesitamos alimento. «Con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb» (1 R 19,8). El profeta hizo el camino del pueblo de Israel y atravesó todo el desierto hasta llegar al monte donde Moisés se había encontrado con Dios. Es la imagen de la peregrinación de toda comunidad cristiana, de todo creyente. El Señor Jesús, pan vivo bajado del cielo, se convierte en nuestro alimento para sostenernos en el camino hacia el monte del encuentro con Dios.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.