ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Maximiliano Kolbe, sacerdote mártir del amor que en 1941 en el campo de concentración de Auschwitz aceptó morir para salvar la vida de otro hombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 14 de agosto

Recuerdo de san Maximiliano Kolbe, sacerdote mártir del amor que en 1941 en el campo de concentración de Auschwitz aceptó morir para salvar la vida de otro hombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 18,1-5.10.12-14

En aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?» El llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. «Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos. ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las 99 no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús se dispone a subir hacia Jerusalén, donde le espera la muerte y la resurrección. El evangelista indica que «en aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos» y le preguntaron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?». Es una pregunta que denota su lejanía del maestro. El pasaje paralelo de Marcos (9,33 ss.) presenta la misma escena: es una situación que continúa repitiéndose también hoy entre los discípulos: ¡cuántas veces olvidamos el Evangelio porque estamos preocupados solo por nosotros mismos o por nuestros primados! Jesús tomó a un niño y lo puso «en medio», en el centro de la escena, y dirigiéndose a los discípulos, dijo: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos». Con estas palabras empieza el cuarto largo discurso de Jesús a los discípulos, que es una espléndida reflexión sobre la vida de la comunidad cristiana. El inicio ya es paradójico: el discípulo no es como un adulto, un hombre maduro, como habríamos pensado nosotros, sino un niño, un pequeño que necesita ayuda y apoyo, un hijo. El discípulo es un hijo, y debe serlo siempre, es decir, alguien que necesita ayuda, protección y compañía. Solo quien es hijo puede ser al mismo tiempo padre en la comunidad de creyentes. En el Reino de Dios somos siempre hijos. Jesús nos advierte de que no despreciemos a los discípulos, a los pequeños, pues sus ángeles están siempre ante Dios. Es decir, Dios los protege. Y precisamente en ese mismo sentido va la extraordinaria parábola de la oveja perdida que narra Jesús para enseñar de qué calibre es el amor de Dios por sus hijos. Hace lo imposible para que ninguno de sus pequeños se pierda. Es esa una dimensión que debería recuperar preponderancia en las comunidades cristianas: el primer puesto debe ocuparlo la preocupación por la salvación de los hermanos y las hermanas. Antes se decía que la primera tarea de los sacerdotes (aunque yo diría que de toda la comunidad cristiana) era la «salvación de las almas». Debe volver a ser así, porque esa es la preocupación misma de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.