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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XXXIII del tiempo ordinario
Recuerdo de la dedicación de las basílicas romanas de San Pedro del Vaticano y de San Pablo Extramuros. Día mundial de los pobres
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 18 de noviembre

XXXIII del tiempo ordinario
Recuerdo de la dedicación de las basílicas romanas de San Pedro del Vaticano y de San Pablo Extramuros. Día mundial de los pobres


Primera Lectura

Daniel 12,1-3

En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran Príncipe que defiende a los hijos de tu pueblo. Será aquél un tiempo de angustia como no habrá habido hasta entonces otro desde que existen las naciones. En aquel tiempo se salvará tu pueblo: todos los que se encuentren inscritos en el Libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno. Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.

Salmo responsorial

Salmo 15 (16)

Guárdame, oh Dios, en ti está mi refugio.

"Yo digo a Yahveh: ""Tú eres mi Señor.
mi bien, nada hay fuera de ti""; "

"ellos, en cambio, a los santos que hay en la tierra:
""¡Magníficos, todo mi gozo en ellos!""."

Sus ídolos abundan, tras ellos van corriendo.
Mas yo jamás derramaré sus libámenes de sangre,
jamás tomaré sus nombres en mis labios.

Yahveh, la parte de mi herencia y de mi copa,
tú mi suerte aseguras;

la cuerda me asigna un recinto de delicias,
mi heredad es preciosa para mí.

Bendigo a Yahveh que me aconseja;
aun de noche mi conciencia me instruye;

pongo a Yahveh ante mí sin cesar;
porque él está a mi diestra, no vacilo.

Por eso se me alegra el corazón, mis entrañas retozan,
y hasta mi carne en seguro descansa;

pues no has de abandonar mi alma al seol,
ni dejarás a tu amigo ver la fosa.

Me enseñarás el caminó de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro,
a tu derecha, delicias para siempre.

Segunda Lectura

Hebreos 10,11-14.18

Y, ciertamente, todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. El, por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre, esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies. En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados. Ahora bien, donde hay remisión de estas cosas, ya no hay más oblación por el pecado.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 13,24-32

«Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas. Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. «De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que El está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

Nos acercamos a la conclusión del año litúrgico. El pasaje evangélico forma parte del «discurso escatológico» (es decir, el de las «realidades últimas»), que en Marcos comprende todo el capítulo 13. Jesús acaba de salir del templo y con los discípulos va hacia el monte de los olivos, desde donde se puede admirar el esplendor del templo. Los discípulos muestran su admiración por aquella increíble construcción, pero Jesús, casi interrumpiendo las expresiones de maravilla del discípulo, dice a todos que no quedará piedra sobre piedra de aquella construcción. Y tras haber hablado de «aquella tribulación» de Jerusalén, anuncia que vendrán calamidades cósmicas y añade: «Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria».
El Evangelio recuerda que el «Hijo del hombre» no viene en el cansancio de nuestras costumbres ni entra a formar parte de la evolución natural de las cosas. Cuando venga, traerá un cambio radical tanto en la vida de los hombres como en la misma creación. Para expresar esta transformación profunda Jesús retoma el lenguaje típico de la tradición apocalíptica que entonces estaba muy difundida y habla de acontecimientos cósmicos que trastornan el orden de la naturaleza. Jesús habla de los últimos días, pero dice también que aquellos sucesos tendrán lugar en «esta generación». El «día del Señor», prefigurado por Daniel y por los demás profetas, irrumpe en cada generación, e incluso cada día de la historia. Jesús dice: «Sabed que Él está cerca, a las puertas». Las Escrituras utilizan otras veces esta misma expresión para animar a los creyentes a estar dispuestos a acoger al Señor que pasa. «Ten en cuenta que estoy a la puerta y voy a llamar; y, si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos los dos» (Ap 3,20). El Señor está a las puertas de cada día de nuestra vida, y llama. Y hoy, domingo en el que la Iglesia recuerda a los pobres, recordamos que Jesús está siempre en nuestra puerta en la carne de quien pasa hambre, del extranjero, del enfermo, del prisionero. Es aquel Lázaro cubierto de llagas que hoy espera a alguien que decida acogerlo, y de esa decisión depende el juicio de Dios que quiere transformar el tiempo que estamos viviendo.
El «fin del mundo» debe llegar cada día; cada día tenemos que poner fin a un pequeño o gran trozo del mundo malo y malvado que los hombres siguen construyendo. Las Escrituras nos invitan a tener ante nuestros ojos este futuro hacia el que nos dirigimos: el fin del mundo no es la catástrofe sino la instauración de la ciudad santa, la Jerusalén que baja del cielo. Se trata de una ciudad, es decir, una realidad concreta, no abstracta, que reúne a todos los pueblos alrededor de su Señor. Ese es el fin de la historia. Pero esa ciudad santa hay que sembrarla ya ahora en nuestros días, para que pueda crecer y transformar la vida de los hombres a su imagen. No se trata de un injerto automático y fácil, sino del trabajo cotidiano que cada creyente debe llevar a cabo, sabiendo que «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.