ORACIÓN CADA DÍA

Domingo de Pentecostés
Palabra de dios todos los dias

Domingo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés Leer más

Libretto DEL GIORNO
Domingo de Pentecostés
Domingo 9 de junio

Domingo de Pentecostés


Primera Lectura

Hechos de los Apóstoles 2,1-11

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.»

Salmo responsorial

Psaume 103 (104)

¡Alma mía, bendice a Yahveh!
¡Yahveh, Dios mío, qué grande eres!
Vestido de esplendor y majestad,

arropado de luz como de un manto,
tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda,

levantas sobre las aguas tus altas moradas;
haciendo de las nubes carro tuyo,
sobre las alas del viento te deslizas;

tomas por mensajeros a los vientos,
a las llamas del fuego por ministros.

Sobre sus bases asentaste la tierra,
inconmovible para siempre jamás.

Del océano, cual vestido, la cubriste,
sobre los montes persistían las aguas;

al increparlas tú, emprenden la huida,
se precipitan al oír tu trueno,

y saltan por los montes, descienden por los valles,
hasta el lugar que tú les asignaste;

un término les pones que no crucen,
por que no vuelvan a cubrir la tierra.

Haces manar las fuentes en los valles,
entre los montes se deslizan;

a todas las bestias de los campos abrevan,
en ellas su sed apagan los onagros;

sobre ellas habitan las aves de los cielos,
dejan oír su voz entre la fronda.

De tus altas moradas abrevas las montañas,
del fruto de tus obras se satura la tierra;

la hierba haces brotar para el ganado,
y las plantas para el uso del hombre,
para que saque de la tierra el pan,

y el vino que recrea el corazón del hombre,
para que lustre su rostro con aceite
y el pan conforte el corazón del hombre.

Se empapan bien los árboles de Yahveh,
los cedros del Líbano que él plantó;

allí ponen los pájaros su nido,
su casa en su copa la cigüeña;

los altos montes, para los rebecos,
para los damanes, el cobijo de las rocas.

Hizo la luna para marcar los tiempos,
conoce el sol su ocaso;

mandas tú las tinieblas, y es la noche,
en ella rebullen todos los animales de la selva,

los leoncillos rugen por la presa,
y su alimento a Dios reclaman.

Cuando el sol sale, se recogen,
y van a echarse a sus guaridas;

el hombre sale a su trabajo,
para hacer su faena hasta la tarde.

¡Cuán numerosas tus obras, Yahveh!
Todas las has hecho con sabiduría,
de tus criaturas está llena la tierra.

Ahí está el mar, grande y de amplios brazos,
y en él el hervidero innumerable
de animales, grandes y pequeños;

por allí circulan los navíos,
y Leviatán que tú formaste para jugar con él.

Todos ellos de ti están esperando
que les des a su tiempo su alimento;

tú se lo das y ellos lo toman,
abres tu mano y se sacian de bienes.

Escondes tu rostro y se anonadan,
les retiras su soplo, y expiran
y a su polvo retornan.

Envías tu soplo y son creados,
y renuevas la faz de la tierra.

¡Sea por siempre la gloria de Yahveh,
en sus obras Yahveh se regocije!

El que mira a la tierra y ella tiembla,
toca los montes y echan humo.

A Yahveh mientras viva he de cantar,
mientras exista salmodiaré para mi Dios.

¡Oh, que mi poema le complazca!
Yo en Yahveh tengo mi gozo.

¡Que se acaben los pecadores en la tierra,
y ya no más existan los impíos!
¡Bendice a Yahveh, alma mía!

Segunda Lectura

Romanos 8,8-17

así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien no renace del agua y del Espíritu
no puede entrar en el reino de Dios.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 14,15-16.23-26

Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre
y os dará otro Paráclito,
para que esté con vosotros para siempre, Jesús le respondió: «Si alguno me ama,
guardará mi Palabra,
y mi Padre le amará,
y vendremos a él,
y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras.
Y la palabra que escucháis no es mía,
sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas
estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi nombre,
os lo enseñará todo
y os recordará todo lo que yo os he dicho.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre mí,
me ha mandado llevar el anuncio gozoso a los pobres.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

El día de Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, los apóstoles "estaban todos reunidos con un mismo objetivo" (Hch 2,1). Habían obedecido a Jesús, que antes de subir al cielo les había dicho: "Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24,49). También aquel día estaban juntos en "el piso superior" (Lc 22,12). Los apóstoles todavía no habían comprendido la promesa del Espíritu. Con todo, seguían reuniéndose y orando juntos. Jesús había estado con ellos cuarenta días, como resucitado, y aun así seguían dominados por el miedo. Y entonces llegó Pentecostés, la fiesta en la que los judíos recordaban la entrega de las tablas de la ley a Moisés en el Sinaí. Un antiguo texto judío afirma que cuando Moisés recibió la Ley, "la voz de Dios en el Sinaí se dividió en setenta y dos lenguas para que todos los países la pudieran comprender". Lo que entonces se produjo de manera figurada, empezaba a hacerse realidad en Jerusalén. Mientras la comunidad de los discípulos y María oraban, una ráfaga de viento llenó la casa. Y con el viento aparecieron "unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos". El Espíritu Santo descendía sobre ellos, y desde entonces aquellos hombres, que vivían asustados y paralizados por sus sentimientos, sintieron una sacudida, como si de un terremoto se tratara. No eran temblores externos, sino derrumbe de barreras que están en el corazón y en la cabeza. Una nueva energía se apoderó de ellos, salieron del cenáculo y empezaron a comunicar el Evangelio a todas las personas que había en la plaza que tenían delante. Lucas escribe que había judíos "de todas las naciones que hay bajo el cielo". Y los nombra, uno a uno, como si quisiera dar muestra precisamente de la universalidad. Eran judíos, pero provenían de todos los pueblos de la tierra. Aquel día se manifestó con claridad la universalidad del amor de Dios.
Así daba la Iglesia sus primeros pasos, como un pueblo enviado a todos los pueblos de la tierra. Pentecostés nos sumerge en este misterio de misión universal. El Señor nos "reviste de poder desde lo alto" también a nosotros, pobres hombres y pobres mujeres, para que podamos comunicar el Evangelio de Dios a todos los pueblos. Él nos da una energía nueva para hablar con eficacia de Jesús a los hombres de este mundo. También descienden sobre nosotros aquellas lenguas como de fuego, lenguas capaces de comunicar el Evangelio para que sea como un fuego que quema y transforma. Sí, tenemos palabras que calientan y que conmueven, que cambian el corazón y que iluminan la mente, que consuelan y que ayudan a quien lo necesita. Las palabras de Jesús a los discípulos también son para nosotros: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos". El Señor nos da la fuerza de levantar, de liberar, de amar. El Señor ha puesto el mundo entero ante nosotros. Pentecostés nos pide que nos dejemos llevar por el Espíritu para comunicar a todos su amor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.