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Memoria de los pobres
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Festividad de la Santísima Virgen María Madre de la Iglesia. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 10 de junio

Festividad de la Santísima Virgen María Madre de la Iglesia.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 19,25-34

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: «Tengo sed.» Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está cumplido.» E inclinando la cabeza entregó el espíritu. Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado - porque aquel sábado era muy solemne - rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Tras haber celebrado la gran fiesta de Pentecostés, que fue el inicio de la Iglesia en el mundo, contemplamos aquella Iglesia que empezó a existir ya a los pies de la cruz, alrededor del sufrimiento y la muerte de Jesús. Este Evangelio nos recuerda que allí donde se forme una comunidad de discípulos a los pies de la cruz, signo de todo sufrimiento humano, allí está la Iglesia. Resuenan nuevamente las palabras de Jesús a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo", y al discípulo: "Ahí tienes a tu madre".
Estas palabras de la pasión de Jesús hablan a nuestra vida que intenta ponerse a salvo, evitar los problemas y aún más el sufrimiento y el desafío del mal. El anciano Simeón le había predicho a María: "A ti misma una espada de atravesará el alma" (Lc 2,35). Tenemos que dejar que el dolor, estando a los pies de la cruz, nos toque el corazón para recibir el consuelo de encontrar una madre y un hijo, hermanos y hermanas, que no nos abandonan ni nos dejan solos.
"Desde aquella hora -dice el Evangelio- el discípulo la acogió en su casa." Acoger en la casa de nuestras comunidades a la madre de Jesús, que es la Iglesia, significa estar con ella a los pies de las muchas cruces del mundo como un signo de esperanza, de una vida nueva que renace, de una nueva familia que se forma a partir precisamente de estas palabras del Evangelio. Así pues, María y Juan son para nosotros un modelo. Juan no huyó, sino que siguió al Señor hasta los pies de la cruz; no buscó cómodos refugios o fáciles atajos, sino que llegó hasta donde lo llevó el amor y el cariño por Jesús. María no dejó a su hijo y recoge desde los pies de la cruz sus palabras, como en un cáliz precioso, porque en aquellas palabras está toda la vida de su hijo, está el secreto de su amor que no quiere salvarse sino que da su vida por los demás. María y Juan lo comprendieron y todos podemos aprender de ellos a estar junto a quien sufre y a quien busca amor verdadero para su vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.