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Memoria de la Iglesia
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Memoria de la Iglesia

Recuerdo de los santos Cosme y Damián, mártires sirios ((303 ca). La tradición los recuerda como médicos que curaban gratuitamente a los enfermos. Especial recuerdo de los que se dedican a la atención y la curación de los enfermos. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 26 de septiembre

Recuerdo de los santos Cosme y Damián, mártires sirios ((303 ca). La tradición los recuerda como médicos que curaban gratuitamente a los enfermos. Especial recuerdo de los que se dedican a la atención y la curación de los enfermos.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ageo 1,1-8

El año segundo del rey Darío, el día uno del sexto mes, fue dirigida la palabra de Yahveh, por medio del profeta Ageo, a Zorobabel, hijo de Sealtiel,
gobernador de Judá, ya a Josué, hijo de Yehosadaq,
sumo sacerdote, en estos términos: Así dice Yahveh Sebaot: Este pueblo dice: "¡Todavía no ha llegado el momento de reedificar la Casa de Yahveh!" (Fue, pues, dirigida la palabra de Yahveh, por medio del profeta Ageo, en estos términos:) ¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras esta Casa está en ruinas? Ahora pues, así dice Yahveh Sebaot: Aplicad vuestro corazón a vuestros caminos. Habéis sembrado mucho, pero cosecha poca; habéis comido, pero sin quitar el hambre; habéis bebido, pero sin quitar la sed; os habéis vestido, mas sin calentaros, y el jornalero ha metido su jornal en bolsa rota. Así dice Yahveh Sebaot: Aplicad vuestro corazón a vuestros caminos. Subid a la montaña, traed madera, reedificad la Casa, y yo la aceptaré gustoso y me sentiré honrado, dice Yahveh.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ageo, entre todos los profetas de Israel, es el que más insiste en la reconstrucción del Templo. Su profecía se sitúa en el año 520 a.C., cuando el Templo de Jerusalén es aún un montón de ruinas. Los judíos ya habían vuelto del exilio, pero todavía no habían reconstruido el Templo. Durante seis meses Ageo predica casi exclusivamente sobre la necesidad de reconstruirlo. También hay que decir que la mayoría de la gente vivía en condiciones de extrema pobreza: la sequía había echado a perder las cosechas (1,10-11), hacía sufrir hambre a mucha gente (1,6) y había provocado que el desierto ocupara zonas de cultivo. Además, años atrás, la hostilidad de los samaritanos los había desanimado a intentar reconstruir el Templo (Esd 4,4-5). Por otra parte, ¿por qué debían preocuparse por la presencia de Dios, cuando su situación se caracterizaba por una suerte adversa y por el dominio de una potencia extranjera? El profeta Ageo quiere que el pueblo de Israel reflexione sobre la triste situación en la que se encuentra: "Prestad atención a la situación en que os halláis" (1,5.7). La tragedia que estaban viviendo se debía, en realidad, a su alejamiento de Dios. Aquello era cierto para el pueblo del Señor entonces y lo es todavía hoy. ¿Cuántas veces olvidamos al Señor y pensamos solo en nosotros mismos, convirtiéndonos así en cómplices de una vida triste no solo para nosotros sino también para los demás? Vienen a la memoria las palabras que Jesús dijo a aquellos que lo seguían: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Mt 6,33). Buscar a Dios y su justicia son la base de una vida digna y solidaria. Para Ageo, reconstruir el Templo significaba volver a poner al Señor en el centro de la vida personal de cada uno y de todo el pueblo. Y la palabra profética tiene su efecto: Zorobabel, Josué y el pueblo despejaron el lugar del Templo de escombros durante tres semanas y el 21 de septiembre, según la narración de Ageo (1,12-15), se pusieron los cimientos del nuevo edificio (así se narra en los primeros capítulos del libro de Esdras). Esta es una invitación también para nosotros, para que despejemos nuestro corazón de los muchos quehaceres que lo entorpecen y pueda ser templo santo de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.