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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Festividad de san Carlos Lwanga, que junto a doce compañeros sufrió el martirio en Uganda († 1886). Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 3 de junio

Festividad de san Carlos Lwanga, que junto a doce compañeros sufrió el martirio en Uganda († 1886).


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Timoteo 1,1-3.6-12

Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios para anunciar la Promesa de vida que está en Cristo Jesús, a Timoteo, hijo querido. Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús Señor nuestro. Doy gracias a Dios, a quien, como mis antepasados, rindo culto con una conciencia pura, cuando continuamente, noche y día, me acuerdo de ti en mis oraciones. Por esto te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios, que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús, y que se ha manifestado ahora con la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio para cuyo servicio he sido yo constituido heraldo, apóstol y maestro. Por este motivo estoy soportando estos sufrimientos; pero no me avergüenzo, porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel Día.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo empieza su segunda Epístola a Timoteo hablando de la autoridad de "apóstol" de Jesucristo que ha recibido por "voluntad de Dios". Pablo -consciente de la corta edad de Timoteo y también de la entidad del ministerio pastoral que le ha confiado- le recuerda que no debe temer porque ha recibido de Dios mismo, a través de la imposición de sus manos, una fuerza particular. Aunque -eso sí- debe reavivar ese don con la oración, la fidelidad y la dedicación. Le puntualiza al joven discípulo que "el Señor no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza". Por eso deberá ser un pastor sabio y fuerte y no avergonzarse "del testimonio que has de dar de nuestro Señor", es decir, de predicar el Evangelio de Jesús. Tampoco debe avergonzarse del apóstol -ahora "prisionero del Señor"-, que ha convertido la predicación en el objetivo de su vida. Esa es, por otra parte, la esencia de todo discípulo. El mismo Jesús había dicho: "Si alguien se declara a mi favor ante los hombres, también yo me declararé a su favor ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32). Pablo, sabiendo que llega al fin de sus días, tiene la certeza de que el depósito que se le ha confiado (cfr. 1,14; 1 Tm 6, 20) está bien custodiado en las manos todopoderosas de Dios "hasta aquel Día", es decir, hasta el fin del tiempo presente y el retorno del Señor (1,18; 2 Ts 1,10). Pablo invita a Timoteo a conservar "el buen depósito", es decir, el Evangelio de Jesucristo, que "ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.