ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 5 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 31,1-7

En aquel tiempo - oráculo de Yahveh - seré el Dios de todas las familias de Israel, y ellos serán mi pueblo. Así dice Yahveh:
Halló gracia en el desierto
el pueblo que se libró de la espada:
va a su descanso Israel. De lejos Yahveh se me apareció.
Con amor eterno te he amado:
por eso he reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y serás reedificada,
virgen de Israel;
aún volverás a tener el adorno de tus adufes,
y saldrás a bailar entre gentes festivas. Aún volverás a plantar viñas
en los montes de Samaría:
(plantarán los plantadores, y disfrutarán). Pues habrá un día en que griten los centinelas
en la montaña de Efraím:
"¡Levantaos y subamos a Sión,
adonde Yahveh, el Dios nuestro!" Pues así dice Yahveh:
Dad hurras por Jacob con alegría,
y gritos por la capital de las naciones;
hacedlo oír, alabad y decid:
"¡Ha salvado Yahveh a su pueblo,
al Resto de Israel!"

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El lenguaje del amor es el más adecuado para expresar la relación del Señor con su pueblo: "Con amor eterno te he amado: por eso te he reservado mi favor. Te reedificaré y quedarás reedificada, doncella capital de Israel". El amor de Dios por Israel es "eterno", dura siempre. Nada puede ponerle fin. Esta alianza empieza con la liberación de la esclavitud de Egipto y con la entrega de la Ley en el Sinaí. El desierto fue testigo del amor con el que Dios, el esposo, se ocupaba de Israel, la esposa. En aquellos cuarenta años de camino en el desierto el pueblo de Israel aprendió a amar al Señor, y el Señor selló con su pueblo un pacto de fidelidad, que se asentaba en un "amor eterno". El desierto -en el contexto de esta página bíblica- no es un lugar mítico, sino el lugar donde el amor se construye con tenacidad y dedicación, donde el creyente ve la fuerza del amor de Dios y, por tanto, su respuesta a la alianza. El desierto se convierte en un camino de esperanza que lleva a un "descanso". Nos podemos preguntar: ¿dónde está el desierto en nuestros días? Podemos verlo en nuestras ciudades, que muchas veces están desiertas de vida y de amor. La Iglesia tiene la vocación de hacer más humanas y más solidarias las ciudades de los hombres. Las comunidades están llamadas a salir de sus cálidos recintos para habitar las calles y las plazas de las periferias de las grandes ciudades y hacer que pasen de ser lugares de soledad y violencia a lugares de amor y de paz. Jerusalén -el nombre que indica a todas las ciudades- significa "morada de paz", porque en ella, efectivamente, habita el Señor. Por eso -situada en un lugar elevado- brilla con una luz que se difunde por toda la tierra. La invitación de ir a Jerusalén significa subir a las alturas, es decir, dejar a un lado los instintos que nos impulsan hacia abajo y gastar nuestra vida intentando que el diseño de Dios sea una realidad para todos los pueblos, para los pobres y los enfermos, para "el ciego y el cojo", para las mujeres y para los niños. No hay que olvidar a nadie.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.