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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

II de Adviento
La Iglesia bizantina venera hoy a san Saba (+532) "archimandrita de todos los eremitorios de Palestina".
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 5 de diciembre

II de Adviento
La Iglesia bizantina venera hoy a san Saba (+532) "archimandrita de todos los eremitorios de Palestina".


Primera Lectura

Baruc 5,1-9

Jerusalén, quítate tu ropa de duelo y aflición,
y vístete para siempre el esplendor de la gloria que
viene de Dios. Envuélvete en el manto de la justicia que procede de Dios,
pon en tu cabeza la diadema de gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a todo lo que hay bajo el cielo. Pues tu nombre se llamará de parte de Dios para siempre:
«Paz de la Justicia» y «Gloria de la Piedad». Levántate, Jerusalén, sube a la altura,
tiende tu vista hacia Oriente
y ve a tus hijos reunidos desde oriente a occidente,
a la voz del Santo, alegres del recuerdo de Dios. Salieron de ti a pie,
llevados por enemigos,
pero Dios te los devuelve
traídos con gloria, como un trono real. Porque ha ordenado Dios que sean rebajados
todo monte elevado y los collados eternos,
y comados los valles hasta allanar la tierra,
para que Israel marche en seguro bajo la gloria de
Dios. Y hasta las selvas y todo árbol aromático
darán sombra a Israel por orden de Dios. Porque Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria,
con la misericordia y la justicia que vienen de él.
Copia de la carta que envió Jeremías a los que iban a ser
llevados cautivos a Babilonia por el rey de los
babilonios, para comunicarles lo que Dios le había
ordenado.

Salmo responsorial

Salmo 125 (126)

Cuando Yahveh hizo volver a los cautivos de Sión,
como soñando nos quedamos;

entonces se llenó de risa nuestra boca
y nuestros labios de gritos de alegría.
Entonces se decía entre las naciones: ¡Grandes cosas
ha hecho Yahveh con éstos!

¡Sí, grandes cosas hizo con nosotros Yahveh,
el gozo nos colmaba!

¡Haz volver, Yahveh, a nuestros cautivos
como torrentes en el Négueb!

Los que siembran con lágrimas
cosechan entre cánticos.

Al ir, va llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando
trayendo sus gavillas.

Segunda Lectura

Filipenses 1,4-6.8-11

rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús. Pues testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar los mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 3,1-6

En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto:
Preparad el camino del Señor,
enderezad sus sendas;
todo barranco será rellenado,
todo monte y colina será rebajado,
lo tortuoso se hará recto
y las asperezas serán caminos llanos.
Y todos verán la salvación de Dios.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

Para nosotros, hombres y mujeres rodeados de muchos ruidos, de múltiples mensajes, de una confusión de noticias que aturde, no es fácil comprender la figura de Juan Bautista. Hombre fuerte y severo, en su esencialidad nos ayuda a descubrir el sentido verdadero de la vida. Su rasgo más característico es el de ser un hombre que habla. Habla con voz fuerte desde el púlpito del desierto y grita a todo hombre la venida del Señor.
Pero Juan no habla por iniciativa personal, sino porque ha sido alcanzado por la "palabra", en la historia, como advierte Lucas: "En el año quince del imperio de Tiberio... fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto". Su voz llega hasta nuestros días. Y el desierto donde habla nos resulta cercano: es el de nuestras ciudades donde la soledad ha corroído los lazos sociales. Juan es un predicador libre de las intrigas de palacio. Es un hombre pobre y sus vestidos dan testimonio de ello: solo viste piel de camello y un cinturón en el costado. Es pobre en el alimento: langostas y miel silvestre. Pero en su pobreza es libre.
Juan habla con fuerza y ataca a los fariseos y saduceos desvelando su habilidad para fingir arrepentimiento y permanecer siempre iguales a sí mismos. Así, su palabra no tiene miedo de denunciar lo que sucede en el palacio del rey, aunque esta valentía le costará la vida. Juan no justifica el orgullo de quienes se sienten seguros por quién sabe qué méritos, quizá por ser "hijos de Abrahán". El orgullo está lejos del corazón de Juan: "no soy digno de desatarle la correa de su sandalia" (cfr. Jn 1,27), dice refiriéndose a Jesús. Este hombre humilde sabe acusar al orgullo y la autosuficiencia con gran firmeza. La humildad no es miedo, no es silencio ni moderación. El humilde pone su confianza en el Señor, y solo en Él. Juan sabe escuchar, sabe hablar, sabe realizar gestos de perdón hacia aquella larga fila de hombres y mujeres que acuden a él para confesar sus pecados y bautizarse con el bautismo de penitencia. Es un profeta que grita. Y grita porque tiene que hacer espacio, en medio del caótico desierto de este mundo, a una vida nueva. Quiere abrir en el desierto el camino del Señor. El evangelista Lucas retoma las palabras del profeta anónimo (el segundo Isaías) que describen el regreso de Israel del exilio de Babilonia. Es la narración de un gran camino recto y allanado, similar a los que en la antigüedad conducían a los templos, las denominadas "vías procesionales" que había que recorrer en medio de cantos y alegría. Es necesario allanar muchas asperezas de orgullo y de arrogancia. Es preciso colmar muchos valles hechos de frialdad e indiferencia, y preparar así el camino del Señor que viene. Juan grita: "¡convertíos porque el Señor está cerca!". Es un mensaje simple pero radical. Un oído acostumbrado a estas palabras las podría clasificar de ya conocidas, pero quien considera así lo que el profeta dice engrosa el número de aquellos fariseos que intentan librarse del "juicio de Dios". Quizá también a nosotros se nos pide alcanzar a Juan en el desierto y pedirle su bautismo de penitencia, para esperar y trabajar por un mundo diferente. Así veremos abrirse en el desierto un camino poblado de pobres, débiles, y de todos los que van en búsqueda de una palabra de salvación.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.