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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 18 de septiembre

XXV del tiempo ordinario


Primera Lectura

Amós 8,4-7

Escuchad esto los que pisoteáis al pobre
y queréis suprimir a los humildes de la tierra, diciendo: "¿Cuándo pasará el novilunio
para poder vender el grano,
y el sábado para dar salida al trigo,
para achicar la medida y aumentar el peso,
falsificando balanzas de fraude, para comprar por dinero a los débiles
y al pobre por un par de sandalias,
para vender hasta el salvado del grano?" Ha jurado Yahveh por el orgullo de Jacob:
¡Jamás he de olvidar todas sus obras!

Salmo responsorial

Salmo 112 (113)

¡Alabad, servidores de Yahveh,
alabad el nombre de Yahveh!

¡Bendito sea el nombre de Yahveh,
desde ahora y por siempre!

¡De la salida del sol hasta su ocaso,
sea loado el nombre de Yahveh!

¡Excelso sobre todas las naciones Yahveh,
por encima de los cielos su gloria!

¿Quién como Yahveh, nuestro Dios,
que se sienta en las alturas,

y se abaja para ver
los cielos y la tierra?

El levanta del polvo al desvalido,
del estiércol hace subir al pobre,

para sentarle con los príncipes,
con los príncipes de su pueblo.

El asienta a la estéril en su casa,
madre de hijos jubilosa.

Segunda Lectura

Primera Timoteo 2,1-8

Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio - digo la verdad, no miento - yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad. Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 16,1-13

Decía también a sus discípulos: «Era un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda; le llamó y le dijo: "¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando." Se dijo a sí mismo el administrador: "¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración? Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer, para que cuando sea removido de la administración me reciban en sus casas." «Y convocando uno por uno a los deudores de su señor, dijo al primero: "¿Cuánto debes a mi señor?" Respondió: "Cien medidas de aceite." El le dijo: "Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta." Después dijo a otro: "Tú, ¿cuánto debes?" Contestó: "Cien cargas de trigo." Dícele: "Toma tu recibo y escribe ochenta." «El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente, pues los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz. «Yo os digo: Haceos amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas. El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. Si, pues, no fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si no fuisteis fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo vuestro? «Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

El Evangelio de Lucas, que sigue acompañándonos estos domingos, nos presenta una parábola que Jesús explica a los discípulos, la de un administrador que es acusado ante su señor por su mala administración. Cuando el señor lo llama, no intenta defenderse. Sabe que es culpable, pues el escándalo es de dominio público. Pero no se resigna ante el triste destino que le espera. Preocupado, con razón, por el futuro se pregunta: "¿Qué haré ahora?... Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza". Entonces, sin perder tiempo, busca una manera de salvarse antes de que lo echen. Llama a los deudores y hace otra estafa más: a cada uno le descuenta una parte de su deuda. Es un plan atrevido pero eficaz para "salvarse". Su ardid surte efecto. El evangelista, asombrado -aunque es evidente lo paradójico del razonamiento-, observa: "El señor alabó al administrador injusto porque había obrado con sagacidad". Evidentemente no se alaba la conducta corrupta del administrador, que es contado entre los "hijos de este mundo" y no entre los "hijos de la luz", que en el contexto de la parábola son tachados de perezosos y resignados. Jesús quiere destacar la audacia y la sagacidad del administrador infiel que intenta salvarse, e incluso la propone como comportamiento para los discípulos cuando dice: "Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas".
La tradición de los padres considera estas palabras como una indicación para que los discípulos estén más al servicio de los pobres y se hagan amigos suyos. Serán ellos, quienes les recibirán "en las eternas moradas". Esta es la sagacidad que pide Jesús a los discípulos, aunque hayan sido malos administradores. El vínculo con los pobres, empezando por el simple gesto de la limosna, si no se interrumpe, lleva hasta el cielo. Tienen un profundo sentido espiritual las palabras que san Agustín aducía a cuantos querían eliminar la limosna: "Dichosas aquellas iglesias que tienen a sus puertas a mendigos que piden limosna; estos recuerdan a los cristianos que son mendigos que deben tender las manos para recibir la ayuda de Dios". Todos somos mendigos, como aquel administrador infiel que mendigó ayuda a los deudores rebajándoles la deuda. El amor por los pobres, la limosna -decían los santos Padres- perdona muchos pecados. Y también da un sabor nuevo a la vida. Se podría decir que el comentario más claro sobre esta parábola lo encontramos en la frase de Jesús que refiere el apóstol Pablo: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir" (Hch 20,35).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.