ORACIÓN CADA DÍA

Oración de la Santa Cruz
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración de la Santa Cruz
Viernes 3 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 13,1-8

Permaneced en el amor fraterno. No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles. Acordaos de los presos, como si estuvierais con ellos encarcelados, y de los maltratados, pensando que también vosotros tenéis un cuerpo. Tened todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado; que a los fornicarios y adúlteros los juzgará Dios. Sea vuestra conducta sin avaricia; contentos con lo que tenéis, pues él ha dicho: No te dejaré ni te abandonaré; de modo que podamos decir confiados: El Señor es mi ayuda; no temeré. ¿Qué puede hacerme el hombre? Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la Palabra de Dios y, considerando el final de su vida, imitad su fe. Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El amor mutuo define a la comunidad como cristiana y la convierte en testigo eficaz del Evangelio. Parte integrante de esta fraternidad es la atención a la "hospitalidad". La acogida es la columna vertebral que recorre la tradición bíblica. El autor recuerda que practicándola "algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles". La referencia a Abrahán, que acogió a aquellos tres viajeros bajo la encina de Mambré es evidente (Gn 18). Nosotros podríamos añadir que toda la historia cristiana está también marcada por esta tensión hacia la hospitalidad; Jesús, en el juicio universal que narra Mateo, dirá: "Era forastero y me acogisteis". El amor fraterno no permanece cerrado en el círculo de la propia comunidad, sino que se amplía necesariamente hacia los demás, hacia los encarcelados y aquellos que sufren, hacia todos aquellos que esperan ayuda. Rebosa de ternura la invitación: "Acordaos de los presos, como si estuvierais presos con ellos, y de los que son maltratados, pensando que también vosotros tenéis un cuerpo". No es solo una invitación a la solidaridad, sino a cuidar de cualquier persona como si fuese de la propia familia. Esta es en realidad la Iglesia, la familia de Dios, que incluye a los pobres. El matrimonio también entra en el horizonte de este amor. El autor quiere preservarlo de las traiciones que nacen de la insatisfacción de los instintos o de los deseos de cada uno. El matrimonio, en efecto, va más allá de la simple unión sexual; tiene por objeto la creación de una familia que permita una existencia en armonía en todas las fases y situaciones de la vida. Los cristianos están invitados a elegir un estilo de vida sobrio y no sometido a una carrera ansiosa por el bienestar personal, que no tiene en cuenta la vida de los demás. Por ello la Carta pone en guardia sobre todo contra la avaricia, es decir, el acumular riquezas para uno mismo sin considerar la responsabilidad por los pobres y los débiles. La llamada a "contentarse" con lo que se tiene no es una invitación a la resignación, sino una exhortación a abandonarse a la misericordia de Dios, que siempre es fiel. Se trata de un estilo de vida evangélico que Jesús vivió en primera persona y que transmitió a sus discípulos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.