Marco Impagliazzo en el Congreso #DefeatingHatred: "El desarraigo y el miedo suscitan la lógica de la represalia y la muerte. Estamos aquí para que venza la cultura de la vida".

Intervención de Marco Impagliazzo en el Congreso "Paving the way: Defeating Hatred". Ministros de Justicia por un Mundo sin Pena de Muerte.

No es fácil ordenar el mundo contemporáneo. Es difícil entenderlo. Las ideologías parecían indicar con seguridad el camino "científico" hacia el futuro. Hasta el neoliberalismo afirmaba, con convicción, que iba a tener éxito allí donde los grandes imperios, las religiones y las ideologías habían fracasado. Hoy ya no estamos tan seguros de aquellas certezas, que nos preocupan, y a nuestro alrededor parece reinar el caos. Es el tiempo del desarraigo. El mundo contemporáneo es complejo, requiere capacidad de leer las diversidades de los sucesos, entender su profundidad con una cultura de la complejidad. Pero esa posibilidad no está al alcance de todos y no se brinda a todos. Por eso hoy día la cultura y la política a menudo toman caminos distintos: esta última opta muchas veces por simplificaciones a voces. Pero los simplificadores no nos ayudan a entender, estimulan las pasiones, guían las reacciones, pero se abstienen de participar directamente en la realidad.
Un mundo hecho de pasiones y de emociones implica todos los aspectos de la vida cotidiana, también la justicia, la seguridad y las penas. Desde hace unos años observamos que la percepción de la justicia está teñida por oleadas emocionales, del mismo modo que ocurre con la política. Procesos convertidos en espectáculos, morbosidad en los detalles que llenan periódicos, magistrados o abogados como estrellas televisivas, acalorados debates sobre las sentencias... La necesidad de seguridad parece ser la nueva medicina ante el desarraigo y el miedo: hay que castigar, encontrar a los responsables, ponerlos entre rejas y, a ser posible, "tirar las llaves".

El debate sobre la pena de muerte también sufre dichos excesos, y hay quien intenta recuperarla. Sucede en Italia y en toda Europa. Hay que decir que estamos ante su reintroducción pero es suficiente este clima encendido para cambiar el cuadro general del mundo.
Del mismo modo que la guerra o la resolución militar de los contenciosos políticos gana popularidad, también la pena de muerte corre el peligro de caer en la misma deriva. Seguramente ya no provoca tanto escándalo como hace apenas unos años.

La cultura (de la pena) de muerte corre el peligro de extenderse
Además, el terrorismo, las guerras incesantes en algunas zonas del mundo y las redes criminales globales, el narcotráfico, muestran una difusión cada vez más amplia de las condenas a muerte no oficiales (extrajudiciales) pero aceptadas cada vez con más normalidad. Los Estados ya no son los únicos actores con el monopolio de la violencia. Lo son también las mafias y los terrorismos. Lo son también mundos, universos culturales y religiosos. De ahí la crisis del islam, como en el caso del terrorismo de matriz islámica, sobre todo tras el 11 de septiembre de 2001, con su capacidad de colocarse como antagonista bélico-mediático de Occidente, como islam global. El mismo atentado a las torres gemelas fue presentado por Bin Laden y por los suyos como una represalia legítima, una condena a muerte por reciprocidad: si nosotros sufrimos, ¿por qué vosotros no? Así estamos iguales. Es un razonamiento que oculta una idea de retribución, exactamente igual que los partidarios de mantener la pena capital. Al Qaeda utiliza el mismo modo de razonar cuando presenta al mundo islámico su gesto no como una locura sino como una revancha políticamente legítima.
 

Las guerras sin sentido
Las guerras sin nombre y sin sentido –"guerras ateas", según la definición de Bernard Henri Levy–, a caballo entre miedo y extrema defensa de la identidad, sacuden nuestro mundo. Parecen obligatorias y ya no escandalizan a nadie. Condenar a muerte a ciudades enteras –pienso en Siria– no provoca manifestaciones de protesta ni de solidaridad. El hombre del presentismo se ve aplastado por sus preocupaciones y se enfada solo por sí mismo. Ante la venganza de los "condenados de la tierra" se invocan soluciones armadas. Es una reciprocidad asesina y mortal. Ese deseo de guerra invade nuestras sociedades de manera taimada: nadie afirma quererla pero se siembran sus premisas por todas partes. Discursos de odio, insultos, búsqueda del enemigo, estigmatización. Se oye cada vez más invocar la muerte de alguien, incluso en el discurso público. La guerra se ha convertido en una cultura, con su lenguaje y sus consecuencias. La guerra del racismo, de la xenofobia, de la islamofobia, incluso el retorno del antisemitismo que parecía haber desaparecido en los subterráneos de la historia.
Precisamente del subsuelo de los peores sentimientos emerge nuevamente un gusto por la guerra: los partidarios de la paz son adversarios, objeto de burla o ingenuos. Al mismo tiempo surge de nuevo el sentimiento de venganza y represalia: ojo por ojo. Para dar seguridad a la opinión pública –se dice– hay que ser duro y utilizar un lenguaje militar: desembarcos, invasión... y cada vez más represalias: si nos quieren invadir, me tengo que defender. Evidentemente nadie ha ido a preguntar a los migrantes si realmente nos quieren conquistar... pero eso no importa para fomentar la cultura del enemigo, del castigo, de la muerte social.
 

Una cultura del castigo
El endurecimiento generalizado de las políticas policiales, judiciales y penitenciarias que se produce en la mayoría de países del mundo desde hace una década se resiente de una transformación del Estado que aumenta su carácter judicial y multiplica por diez su red penal. Hace unos años el hecho de que las cárceles italianas estuvieran sobrepobladas creaba al menos incomodidad en la administración pública; hoy ya no es una prioridad: de hecho, hay quien dice que tienen que "podrirse".
En la era del empleo asalariado fragmentario y discontinuo, la regulación de la vida de cada día ya no pasa a través de la figura materna y disponible del Estado-previdencia que, por el contrario, es criticado; pasa más bien por la figura viril y autoritaria del Estado-juez y de la cultura del castigo. Lo vemos en el aumento vertiginoso de la población carcelaria... y con la privatización de las cárceles que se produce en algunos países.


La soledad hace surgir un conformismo de la consideración
Una situación política, por muy desestabilizadora y confusa que sea, no puede ser solo un estado de ánimo. La mayoría de ciudadanos, con todo, parece adaptarse: si las instituciones o los líderes se hacen más agresivos, la gente les sigue. Por otra parte, todos están más solos, en todas partes, y en Occidente también más viejos. Se reacciona de manera alarmante y se pide tranquilidad. Los muros son el resultado de dicha necesidad rabiosamente expresada o defendida. Hace treinta años caía el muro de Berlín pero el mundo hoy está lleno de pequeños o grandes muros, algunos invisibles, hechos de prejuicios duros como el cemento; otros están ante los ojos de todos, bien firmes y en aumento. Se levantan muros ante las vías de salida o de entrada, se dividen las ciudades, se separan los barrios y cada uno va en obsesiva búsqueda de los que son como ellos, que parecen tranquilizadores. De ese modo se invocan penas cada vez más duras, se abandona la idea de la rehabilitación en la cárcel, de los derechos humanos que son de todos. Quien está "dentro" debe permanecer "dentro" y nadie cree en el arrepentimiento y aún menos en el perdón. Hace tiempo los periodistas se apresuraban a presentarse ante los parientes de las víctimas de un crimen. "¿Usted le perdona?", preguntaban con insistencia incluso un tanto hipócrita y exagerada. Ahora eso ya no es así y se invocan castigos cada vez más duros para todo y para todos, y a menudo, la pena de muerte. Esta es hija de ese clima punitivo, asustado, alarmante. La alarma social parece justificar incluso el uso de penas definitivas. Todos se amoldan a la necesidad de seguridad a pesar de la constante disminución de los crímenes violentos. El umbral de resistencia es cada vez más bajo. Al mismo tiempo la muerte de quien muere en el mar ya no provoca ternura. ¿Qué humanidad estamos preparando?, ¿una humanidad en la que solo importo yo (un yo victimista y rabioso) y los demás importan cada vez menos?


El papel de quien todavía tiene fe en la humanidad
Este tiempo parece condenarnos a la irrelevancia. Todo es demasiado grande, vasto y difícil de entender e interpretar. Pero si hoy estamos aquí es porque ser ciudadanos irrelevantes e invisibles no es nuestra decisión. Nos podríamos preguntar por qué insistimos nuevamente en la cuestión de la pena de muerte. Nos preguntamos si el momento es propicio y si nuestra decisión es oportuna. Ante el terrorismo, el narcotráfico y la cultura de la muerte, ¿no sería mejor hablar de otra cosa? ¿De seguridad, por ejemplo? ¿No estamos fuera del tiempo? Yo creo que no. Y me explico: se hable mucho de seguridad pero no nos damos cuenta de que su noción es polisémica (nacional, internacional, pública, militar, etc.), aunque el punto clave de la cuestión es la seguridad de la persona. Seguridad como derecho fundamental de la persona humana al que todas las demás nociones de seguridad están subordinadas. La seguridad que a menudo se invoca, ¿tiene por objeto la seguridad de las personas? Permítanme citar la Constitución de un gran país africano, Sudáfrica:

"Todas las personas tienen derecho a la libertad y a la seguridad personal, que incluye el derecho a: a) no verse privadas de la libertad arbitrariamente o sin causa justa; b) no ser detenidos sin un proceso; c) ser protegidas de toda forma de violencia por parte de entes públicos o privados; d) no ser torturadas de ningún modo; e) no ser sometidas a tratos o castigos crueles, inhumanos o degradantes".

Nosotros estamos reunidos aquí hablando contra la pena de muerte porque es nuestra manera de oponernos a la cultura de muerte más en general y para mostrar el bien de la vida. El contagio del bien se comunica haciéndolo ver, mostrándolo. El conformismo conviene solo a los violentos. Como decía un gran papa, es inútil lamentarse por los tiempos: los tiempos –malos o buenos– somos nosotros. Y no nos rendimos ante la cultura de muerte.
La pena capital representa la síntesis de la deshumanización, y nos tenemos que oponer a ella: es una pena irreversible, es impuesta por los poderes públicos que deberían defender la vida, se parece a una venganza, se basa en la reciprocidad con el mal, lanza a la sociedad un fuerte mensaje de legitimidad de la represalia. El exceso de simplificación de los problemas puede hacer crecer el apoyo a una respuesta brutal y definitiva como la pena de muerte. Pero cuando se presentan las cuestiones en su complejidad, y en sus inevitables implicaciones humanas, el apoyo a medidas drásticas como la pena capital disminuye enormemente. Y eso también en países que mantienen la pena de muerte. Numerosos estudios demuestran que cuando las personas están informadas de la posibilidad de que la justicia condene y ejecute a un inocente, de la discriminación que la pena capital inflige a los pobres y los más débiles y del ejemplo positivo de países que la han abolido, el apoyo a la pena capital se reduce. Sigue siendo válido lo que dijo en 1972 el juez Thurgood Marshall en ocasión de la suspensión de la pena capital en Estados Unidos: si está suficientemente informado "el ciudadano medio reconocería que la pena de muerte es irrazonable... inmoral y por tanto inconstitucional".
La opinión pública es maleable e incluso lo que parece un férreo apoyo a la pena capital puede desmoronarse fácilmente: lo demuestran la rápida disminución del apoyo a la pena de muerte en países que la han abolido (desde Francia hasta Australia) y sondeos en algunos países mantenedores (desde Japón hasta Zimbabue) que revelan la disponibilidad por aceptar una política más humilde cuando la elige el gobierno. Creemos en la fuerza de la sociedad civil que no se rinde ante estos valores negativos de brutalidad y venganza, y que con paciencia construye y reconstruye el tejido de las relaciones humanas roto por la soledad y envenenado por el odio. No podemos dejar que la cultura de muerte y la lógica de la represalia contaminen los sentimientos y el aire que respiramos. Haría que nuestra sociedad fuera invivible y nuestras ciudades aún más violentas. Queremos cambiar la cultura y guiar la política sabiendo que eso requiere tiempo y que son necesarios resultados. La nuestra, de hecho, no es una simple campaña de defensa sino un trabajo que empieza en las cárceles y los corredores de la muerte, con las personas concretas que viven el drama de la pena capital, este terrible sufrimiento de la espera sin esperanza antes de ser ejecutadas. Las historias de los presos y sobre todo de los condenados a muerte nos impacta y nos interpela. Llevamos años tejiendo una red humana de relaciones, visitas y correspondencia con muchos. En esta red de sufrimientos hemos introducido el hilo de la amistad, siguiendo historias personales a veces durante décadas. En algunos casos hemos logrado sacar a la superficie una verdad incómoda: que había errores judiciales o juicios sumarios incluso según la ley más dura. Hemos asistido a liberaciones milagrosas y a renacimientos tras años de infierno.
Todo eso nos da esperanza y nos consuela: la voz de los que sufren y gritan en el vacío ha llegado hasta nosotros y nos cambia. El trabajo de Sant'Egidio en las cárceles es eso: una red humana que atraviesa las paredes, que cura, acompaña y a veces también libera. Es la fuerza del trabajo que se hace con personas y no solo con ideas: un trabajo que es más convincente porque está hecho de vida verdadera, vivida y sufrida. Evidentemente hace falta paciencia y mucho esfuerzo. Siempre hay que perseguir resultados y eficacia. Cada día nos preguntamos como incidir cada vez más.
Lo hacemos también con los países mantenedores a través de un trabajo diplomático y de diálogo que resiste con el paso de los años y que puede dar buenos frutos. Muchos frutos ya se han podido recoger: los resultados progresivos de la campaña por la moratoria experimenta un avance progresivo. Pero hay que insistir: al final se producirá una victoria de la cultura de la vida. Es la fuerza de nuestro esfuerzo y el de muchos que en todo el mundo luchan contra la pena capital: pienso en la World Coalition Against the Death Penalty, en todos los que trabajan sinérgicamente por dicho objetivo, en los políticos o ministros con responsabilidad de gobierno que deciden éticamente apoyar esta lucha aunque no dé consenso inmediatamente. Juntos podemos ver ya ahora cómo será un mundo más humano mañana. Soñemos con los ojos abiertos para que se haga realidad.