Y ahora, contagio de proximidad: estar junto a los ancianos para otra sociedad

Artículo de Marco Impagliazzo en Avvenire

La pandemia de coronavirus sigue prosperando allende el océano, en el subcontinente indio y en Rusia.
Se plantea cada vez con mayor intensidad la pregunta de cómo preparar el mundo de mañana, porque como dijo el papa Francisco en Pentecostés, "peor que esta crisis solo puede haber el drama de desperdiciarla".

¿Qué debe enseñarnos, pues, la crisis?¿Qué conviene que esta se lleve por delante? Entre las muchas deformaciones de nuestro mundo enfermo –que hasta ayer no era consciente de estar enfermo y aparentemente era asintomático–, destaca de modo bien evidente la fragilidad social de la población anciana, sobre la que el tsunami del covid-19 se ha abatido con especial virulencia. Así lo ha indicado el Istat (Instituto de Estadística de Italia) recientemente: "en Italia casi el 85% de los fallecidos por coronavirus superaban los 70 años, y más del 56%, los 80".

Una generación en el punto de mira que ha pagado el precio más alto.Ha sufrido las consecuencias de una combinación de debilidad, soledad y descarte. Le debemos un compromiso por construir una sociedad distinta, amasada de solidaridad intergeneracional, atenta a la salud y a la vida de todos sus miembros.

En el ángelus de la festividad de los apóstoles Pedro y Pablo, el Papa denunciaba el sufrimiento de "muchas personas mayores, que la familia deja solas, como si fueran material de desecho. Y este es un un drama de nuestro tiempo: la soledad de los ancianos".

A esto es, a lo que la post-pandemia debe poner fin si queremos que todo lo que hemos pasado no sea en vano, si no queremos que nuestro mundo se engañe nuevamente con una salud aparente que aleja a quien más compañía, apoyo y amistad necesita.

Sobre estos tres pilares, el pasado 3 de julio Mauro Leonardi destacaba la necesidad de una "operación de prestar asistencia difusa. Cada comunidad de vecinos, cada parroquia, cada conjunto residencial debería adoptar a un anciano. Se trataría de hacer alguna llamada de teléfono, de hacer la compra, de brindar un poco de compañía, de escuchar, de explicar". Me sumo a sus palabras y me permito lanzar un llamamiento similar. Porque la soledad es cada vez más el mal de nuestro tiempo, porque está destinada a cernerse sobre la vida de los menos autosuficientes mucho después de la pandemia y porque para esta ya tenemos una vacuna una cura. La vacuna somos nosotros, si sabemos recomponer el tejido rasgado entre generaciones; la cura son nuestras palabras, nuestras manos, si decidimos dar tiempo y atención a quienes viven cargados de años.

Ante un virus que ha afectado la socialidad de los pueblos y de las personas, que ha obligado primero al confinamiento y luego al distanciamiento físico, hay que responder con un contagio igual y contrario hecho de destino común y de sensibilidad, de interdependencia de itinerarios y de metas. Tras superar la pesadilla de cuidados intensivos sobrecargados donde había el peligro de elegir entre quien podía vivir y quien debía morir, cada uno debe convertirse en "hospital de campo", en hombre o mujer capaz de suministrar la terapia que salva: la del recuerdo, la de la disponibilidad, la de la cercanía, la del encuentro. Porque la historia de estos meses, ha escrito el cardenal Matteo Zuppi, "nos obliga, más allá de nuestra lentitud, de nuestras costumbres y perezas, a ir a las periferias", incluidas las de la vida, a aquel territorio extremo de frontera al que todos esperamos llegar y que todos esperamos que sea pleno, rico y vivible, como todas las estaciones de la vida humana. Si la pandemia nos hace ver que realmente estamos "en el mismo barco" y que la preocupación por los ancianos puede hacer que nos salvemos "todos juntos" y toda la humanidad junta, este drama no habrá pasado en vano, y seremos mejores y más fuertes a lo largo de este "trance de la historia" que estamos recorriendo.

 [Marco Impagliazzo]

Traducción de la redacción

Véase artículo original en italiano en avvenire.it