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Vigilia del domingo
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Recuerdo de Lázaro de Betania. Oración por todos los enfermos graves y por los moribundos. Recuerdo de los fallecidos por Sida. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo

Recuerdo de Lázaro de Betania. Oración por todos los enfermos graves y por los moribundos. Recuerdo de los fallecidos por Sida.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cantar de los Cantares 8,5-7

¿Quién es ésta que sube del desierto,
apoyada en su amado?
Debajo del manzano te desperté,
allí donde te concibió tu madre,
donde concibió la que te dio a luz. Ponme cual sello sobre tu corazón,
como un sello en tu brazo.
Porque es fuerte el amor como la Muerte,
implacable como el seol la pasión.
Saetas de fuego, sus saetas,
una llama de Yahveh. Grandes aguas no pueden apagar el amor,
ni los ríos anegarlo.
Si alguien ofreciera
todos los haberes de su casa por el amor,
se granjearía desprecio.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Estamos casi en la conclusión del Cantar. Una mujer irrumpe en la escena y el coro pregunta: "¿Quién es ésta que sube del desierto, apoyada en su amado?" El tema ha sido ya tocado anteriormente (3, 6-11), y evoca la historia del pueblo de Israel sostenido por el Señor durante los cuarenta años de camino por el desierto. Es una historia que simboliza también el camino de la Iglesia, peregrina por la tierra, a veces semejante a un auténtico y verdadero desierto de amor, hacia el Cielo de Dios. La fe bíblica, mucho antes que una serie de contenidos a creer, es reconocer que el Señor nos sostiene con su brazo. Sí, necesitamos aferrarnos al brazo poderoso de Dios. Y la fe es precisamente reconocer la fuerza del amor de Dios que nos sostiene y nos salva. El príncipe de este mundo empuja a los hombres y a las mujeres en sentido contrario, a desligarse del brazo de Dios para caminar de forma autónoma, es decir, a fiarse sólo de ellos mismos. Y ocurre que por querer ser independientes de Dios nos volvemos esclavos de nosotros mismos y de dueños despiadados. De esta forma el mundo se vuelve malvado. Por el contrario, la dependencia de Dios desmonta el orgullo del hombre y hace crecer el lazo de amor entre los hijos de la Iglesia, la amada de Dios. El amado anuncia a la amada que la ha despertado bajo el manzano, que simboliza al mismo esposo. Y es precisamente allí, donde su madre la había dado a luz, donde tiene lugar para ella un nuevo nacimiento, una nueva vida. He aquí la petición audaz de la mujer a su amante: ser su sello, el sello indeleble de pertenencia inequívoca: "Ponme como sello en tu corazón, como un sello en tu brazo". La amada pide al amado que la lleve como garantía de su propia identidad. En definitiva, que sea indispensable para la identidad misma del amado. Es una pretensión increíble si pensamos que el amado es el Señor. Es como si pidiéramos al Señor que fuera reconocido por otros pueblos como tal a causa del sello de la Iglesia, es decir, como el amante de la Iglesia. Parecería inimaginable. Es como pretender ser la justificación de la existencia de Dios. Pero es precisamente así. El Señor ha condicionado al testimonio de la Iglesia su propia capacidad de ser reconocido. Esto tiene una consecuencia dramática: si muchos no creen en el Señor o bien lo abandonan, ¿no puede depender también de nuestro mal testimonio? Un amor marchito y dejado, ¿no marchita también el sello sobre el brazo del Señor? Pero el amor que une al amado (el Señor) y la amada (la Iglesia) haciéndose "una carne" es el culmen de la historia, la cumbre más alta del universo. Ese amor es comparado con la fuerza de la muerte: "Que es fuerte el amor como la Muerte". Es como decir que el amor resiste también a la muerte. Pero el amor verdadero. Y el culmen de ese amor es el que ha salvado al Hijo de Dios de la muerte: en la resurrección se cumple esta palabra del Cantar. Y podemos decir todavía con más claridad que "el amor es más fuerte que la muerte". Nada puede destruir el amor, es más, sus llamas destruyen todo obstáculo: "Saetas de fuego, sus saetas, una llamarada del Señor". No hay agua que pueda apagar el amor: "No pueden los torrentes apagar el amor, ni los ríos anegarlo". El amor no tiene precio, no se compra: "Si alguien ofreciera su patrimonio a cambio de amor, quedaría cubierto de baldón". El amor es Dios mismo. Y quien acoge el amor y se deja llevar por él, lleva a Dios en el corazón.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.