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Vigilia del domingo
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Para los musulmanes es el final del ayuno del mes del Ramadán (Aid al-Fitr). Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 18 de agosto

Para los musulmanes es el final del ayuno del mes del Ramadán (Aid al-Fitr).


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Juan 4,7-16

Queridos,
amémonos unos a otros,
ya que el amor es de Dios,
y todo el que ama
ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios,
porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene;
en que Dios envió al mundo a su Hijo único
para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor:
no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados. Queridos,
si Dios nos amó de esta manera,
también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca.
Si nos amamos unos a otros,
Dios permanece en nosotros
y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos
que permanecemos en él y él en nosotros:
en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto
y damos testimonio
de que el Padre envió a su Hijo,
como Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios,
Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido
el amor que Dios nos tiene,
y hemos creído en él.
Dios es Amor
y quien permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En esta página Juan alcanza la cumbre de su discurso afirmando que "Dios es amor". Al llamar a los cristianos "queridos", el apóstol expresa algo más que su afecto: la primacía del amor con el que Dios envuelve a los que creen en Él. "Si Dios nos ha amado de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros". Con esta afirmación el apóstol subraya la originalidad del amor que viene de Dios. Y a continuación añade: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó". La consecuencia es clara: el que no ama está lejos de Dios y no lo conoce, precisamente porque Dios es amor. Esta afirmación, una vez más, no debe colocarse en el plano de la abstracción teórica de una genérica benevolencia divina. Juan la deduce de la manifestación del amor de Dios en Jesucristo: "En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él". Su manifestación al mundo fue la manifestación de su amor en la historia de la humanidad, y luego de Israel, que alcanzó la plenitud en la encarnación de Jesucristo, el Hijo único. El amor de Dios, pues, tiene una historia visible y duradera, que nosotros podemos conocer y en la que podemos participar. Por eso Juan puede decir a los cristianos: si Dios nos ha amado de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Y no se trata de un amor cualquiera. Aunque también tengan su valor, no es ni una filia ni el eros, como solían decir los griegos. Ni una ni el otro son la plenitud del agape, es decir, de aquel amor que lleva a dar incluso la vida por los hermanos. El que acoge este amor, permanece en Dios y desde ahora lo conoce en su Espíritu.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.