ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 8 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 6,1-20

Por eso, dejando aparte la enseñanza elemental acerca de Cristo, elevémonos a lo perfecto, sin reiterar los temas fundamentales del arrepentimiento de las obras muertas y de la fe en Dios; de la instrucción sobre los bautismos y de la imposición de las manos; de la resurrección de los muertos y del juicio eterno. Y así procederemos con el favor de Dios. Porque es imposible que cuantos fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios y los prodigios del mundo futuro, y a pesar de todo cayeron, se renueven otra vez mediante la penitencia, pues crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia. Porque la tierra que recibe frecuentes lluvias y produce buena vegetación para los que la cultivan participa de la bendición de Dios. Por lo contrario, la que produce espinas y abrojos es desechada, y cerca está de la maldición, y terminará por ser quemada. Pero de vosotros, queridos, aunque hablemos así, esperamos cosas mejores y conducentes a la salvación. Porque no es injusto Dios para olvidarse de vuestra labor y del amor que habéis mostrado hacia su nombre, con los servicios que habéis prestado y prestáis a los santos. Deseamos, no obstante, que cada uno de vosotros manifieste hasta el fin la misma diligencia para la plena realización de la esperanza, de forma que no os hagáis indolentes, sino más bien imitadores de aquellos que, mediante la fe y la perseverancia, heredan las promesas. Cuando Dios hizo la Promesa a Abraham, no teniendo a otro mayor por quien jurar, juró por sí mismo diciendo: ¡Sí!, te colmaré de bendiciones y te acrecentaré en gran manera. Y perseverando de esta manera, alcanzó la Promesa. Pues los hombres juran por uno superior y entre ellos el juramento es la garantía que pone fin a todo litigio. Por eso Dios, queriendo mostrar más plenamente a los herederos de la Promesa la inmutabilidad de su decisión, interpuso el juramento, para que, mediante dos cosas inmutables por las cuales es imposible que Dios mienta, nos veamos más poderosamente animados los que buscamos un refugio asiéndonos a la esperanza propuesta, que nosotros tenemos como segura y sólida ancla de nuestra alma, y que penetra hasta más allá del velo, adonde entró por nosotros como precursor Jesús, hecho, a semejanza de Melquisedec, Sumo Sacerdote para siempre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La epístola quiere ayudar a los cristianos a crecer en la comprensión del misterio de Cristo, a pesar de que su pereza en escuchar les lleva a no alimentarse con un alimento más sustancioso. El autor evita detenerse en los «primeros elementos del cristianismo» que identifica con la renuncia a las «obras muertas», tener fe en Dios, el bautismo, la imposición de las manos, la resurrección de los muertos y el juicio eterno. Es necesario tener bien en cuenta todo esto porque son verdades que sustentan cualquier otra reflexión y, por tanto, no hay que perderlas de vista. Pero hace falta un conocimiento más perfecto. Se dirige por eso a los cristianos y, con la severidad del pastor, pregunta por qué a pesar de haber probado el don de Dios y degustado la sabiduría de la Palabra, se arriesgan ahora a rechazarlo todo. Le parece imposible que puedan volver a la vida del pasado, anterior a la conversión al Evangelio; eso significaría rechazar a Cristo y crucificarlo otra vez. El autor quiere exhortarlos, en cambio, a no detenerse en el camino hacia la perfección y a escuchar continuamente la Palabra de Dios. El discípulo no puede prescindir nunca de la escucha del Evangelio y, por consiguiente, del esfuerzo por cambiar su corazón. El autor desea que todos los creyentes, incluso los más perezosos, sean como aquella tierra que recibe frecuentes lluvias y produce abundosos frutos de santidad. En cambio, aquellos que endurecen su corazón se convertirán en una tierra maldita que produce solo «espinas y abrojos». A estos solo les queda el fuego destructor de un tremendo juicio. Pero el autor –para reforzar la esperanza de los cristianos– indica también las obras de fe y de amor que estos han realizado: «No es injusto Dios para olvidarse de vuestras obras y del amor que habéis mostrado en su nombre»; y obviamente no dejará de enviar su ayuda. Diferencia a los perezosos de los que viven el Evangelio con generosidad: estos últimos «heredan las promesas». Los creyentes tienen antes sus ojos a Abrahán, que creyó en la promesa del Señor, hecha con un juramento solemne, y la heredó, aunque después de una larga y perseverante espera. Y Jesús es más que Abrahán: entró «hasta dentro de la cortina» del santuario convirtiéndose así para nosotros en el sumo sacerdote «a la manera de Melquisedec».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.