ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 13 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 5,1-19

Recorred las calles de Jerusalén,
mirad bien y enteraos;
buscad por sus plazas,
a ver si topáis con alguno
que practique la justicia,
que busque la verdad,
y yo la perdonaría. Pues, si bien dicen: "¡Por vida de Yahveh!",
también juran en falso. - ¡Oh Yahveh! tus ojos, ¿no son para la verdad?
Les heriste, mas no acusaron el golpe;
acabaste con ellos, pero no quisieron aprender.
Endurecieron sus caras más que peñascos,
rehusaron convertirse. Yo decía: "Naturalmente, el vulgo es necio,
pues ignora el camino de Yahveh,
el derecho de su Dios. Voy a acudir a los grandes
y a hablar con ellos,
porque ésos conocen el camino de Yahveh,
el derecho de su Dios."
Pues bien, todos a una habían quebrado el yugo
y arrancado las coyundas. Por eso los herirá el león de la selva,
el lobo de los desiertos los destrozará,
el leopardo acechará sus ciudades:
todo el que saliere de ellas será despedazado.
- Porque son muchas sus rebeldías,
y sus apostasías son grandes. ¿Cómo te voy a perdonar por ello?
Tus hijos me dejaron
y juraron por el no - dios.
Yo los harté, y ellos se hicieron adúlteros,
y el lupanar frecuentaron. Son caballos lustrosos y vagabundos:
cada cual relincha por la mujer de su prójimo. ¿Y de esto no pediré cuentas?
- oráculo de Yahveh -,
¿de una nación así
no se vengará mi alma? Escalad sus murallas, destruid,
mas no acabéis con ella.
Quitad sus sarmientos
porque no son de Yahveh. Porque bien me engañaron,
la casa de Judá y la casa de Israel
- oráculo de Yahveh -. Renegaron de Yahveh
diciendo: "¡El no cuenta!,
¡no nos sobrevendrá daño alguno,
ni espada ni hambre veremos! Cuanto a los profetas, el viento se los lleve,
pues carecen de Palabra."
- Así les será hecho. Por tanto, así dice Yahveh,
el Dios Sebaot:
Por haber hablado ellos tal palabra,
he aquí que yo pongo las mías
en tu boca como fuego,
y a este pueblo como leños,
y los consumirá. He aquí que yo traigo sobre vosotros,
una nación de muy lejos,
¡oh casa de Israel! - oráculo de Yahveh -;
una nación que no mengua,
nación antiquísima aquélla,
nación cuya lengua ignoras
y no entiendes los que habla; cuyo carcaj es como tumba abierta:
todos son valientes. Comerá tu mies y tu pan,
comerá a tus hijos e hijas,
comerá tus ovejas y vacas,
comerá tus viñas e higueras;
con la espada destruirá tus plazas fuertes
en que confías. Por lo demás, en los días aquellos - oráculo de Yahveh - todavía no acabaré con vosotros. - Y cuando dijereis: "¿Por qué nos hace Yahveh nuestro Dios todo esto?", les dirás: "Lo mismo que me dejasteis a mí y servisteis a dioses extraños en vuestra tierra, así serviréis a extraños en una tierra no vuestra."

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En esta página del profeta parece resonar la oración de Abrahán que intercede ante Dios para que salve a la ciudad de Sodoma. Allí no había nadie que actuara con justicia, y la ciudad fue destruida (Gn 19). Aquí, en Jerusalén, todos parecen comportarse neciamente, porque se siguen a ellos mismos y no escuchan la voz de Dios. Y se encaminan hacia un final triste, como sucedió en Sodoma. La palabra profética nos pide que nos interroguemos sobre la ausencia de hombres justos, para que aprendamos a buscarlos. ¿No es esta la vocación de los discípulos de Jesús? Dios no se resigna ante la injusticia, no deja de buscar hombres que se conmuevan: «Voy a acudir a los grandes y a hablar con ellos, porque esos conocen el camino del Señor, el derecho de su Dios. Pues bien, todos a una habían quebrado el yugo y arrancado las coyundas». La justicia es no romper el yugo, el signo de la alianza con el Señor, pero también no «arrancar las coyundas», no romper los vínculos. El individualismo crea injusticia, porque rompe el vínculo con Dios y con los demás, sobre todo con los pobres. Hoy parece que prevalece cada vez más un mundo de solos, de hombres y mujeres que tienen miedo de ligarse a los demás, de vivir establemente con los demás. Y se afirma cada vez más la tendencia a vivir sin tener en cuenta a los demás, o, aún peor, contra los demás. Pero el hombre de Dios sabe que el secreto de la salvación es escuchar la voz del Señor y seguirla: de ese modo la vida es fecunda y hace que sea posible construir lazos y alianzas para el bien (Sal 1). Por desgracia, a menudo la Palabra de Dios no es acogida como un espíritu que da vida (Ez 37), sino «como viento» que pasa sin entrar en el corazón. Incluso los profetas, dice Jeremías, «el viento se los lleve, pues carecen de Palabra». Es el riesgo que corremos cuando no escuchamos con el corazón y somos estériles porque estamos llenos de nosotros mismos. Pero Dios es como un Padre que corrige a sus hijos y los hace entrar en una vida de misericordia: «No desprecies, hijo mío, la instrucción del Señor, que no te enfade su reprensión» (Pr 3,11). La Epístola a los Hebreos parece añadir a modo de comentario: «Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige?» (Hb 12,7). A menudo el orgullo es un engaño: hace que vivamos en la seguridad sin que nos demos cuenta del peligro inminente. El profeta, como un centinela, nos advierte para que nos alejemos del mal y orientemos nuestro corazón hacia el Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.