ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 12 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 3,1-9

Se levantó en su lugar su hijo Judas, llamado Macabeo. Todos sus hermanos y los que habían seguido a su padre le ofrecieron apoyo y sostuvieron con entusiasmo la guerra de Israel. El dilató la gloria de su pueblo;
como gigante revistió la coraza
y se ciñó sus armas de guerra.
Empeñó batallas,
protegiendo al ejército con su espada, semejante al león en sus hazañas,
como cachorro que ruge sobre su presa. Persiguió a los impíos hasta sus rincones,
dio a las llamas a los perturbadores de su pueblo. Por el miedo que les infundía, se apocaron los impíos,
se sobresaltaron todos los que obraban la iniquidad;
la liberación en su mano alcanzó feliz éxito. Amargó a muchos reyes,
regocijó a Jacob con sus hazañas;
su recuerdo será eternamente bendecido. Recorrió las ciudades de Judá,
exterminó de ellas a los impíos
y apartó de Israel la Cólera. Su nombre llegó a los confines de la tierra
y reunió a los que estaban perdidos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judas, inmediatamente después de la muerte de su padre Matatías, toma el control del ejército y con la ayuda de sus hermanos se apresura a reanudar la lucha en un ámbito más vasto y con objetivos más exactos: se trata de luchar contra el helenismo y la dominación extranjera. El autor subraya que Judas y sus seguidores emprenden dicha tarea «con entusiasmo». Era la consecuencia lógica de quien sabía que estaba luchando por una causa elevada, como la reconquista de la tierra para que todo el pueblo pudiera vivir con libertad y plenamente la alianza estipulada con Dios. Eran totalmente conscientes de que eran hijos del único Dios, el Señor del cielo y de la Tierra. Y se diferenciaban de los demás pueblos sin posibilidad alguna de confusión. Obviamente para ellos era evidente el imborrable carácter paradójico de su identidad que había que vivir y defender. La alianza con Dios era la razón de su vida. Y también su fuerza. Aquel pueblo, único en el conjunto de los pueblos cercanos, tenía su fuerza solo en el nombre de Dios. El autor sagrado, con el himno que le hace a Judas, quiere describir la fuerza de todo el pueblo de los creyentes. Judas es presentado como un gigante que se mueve con seguridad en su armadura de guerra; se parece a un león «en sus hazañas» y a un «cachorro que ruge sobre su presa». El texto recuerda la descripción de Judas, hijo de Jacob, que encontramos en el Génesis: «Cachorro de león, Judá: de la caza, hijo mío, vuelves; se agacha, se echa cual león o cual leona, ¿quién le va a desafiar?» (Gn 49,9). Y luego, con pocas y eficaces pinceladas, resume su acción: dio caza a los traidores de la fe de Israel, derrotó a aquellos que molestaban al pueblo y «dio a las llamas a los perturbadores de su pueblo». Y no solo eso. El autor añade que «amargó a muchos reyes»; no solo a los tres que se sucedieron en el trono seléucida durante los seis años en los que reinó Judas, sino también a los pequeños jefes de las tribus de Idumea y de Transjordania. Pero si amargó a los enemigos, alegró a las doce tribus indicadas ahora con el nombre de su fundador Jacob. Y logró reunir a todos los que estaban dispersos. Los israelitas, que antes y al inicio de los enfrentamientos macabeos se sentían como disgregados y obligados a refugiarse en las cuevas del desierto sin guía alguno, ahora finalmente podían reunirse y vivir en paz, guiados y protegidos por Judas.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.