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Vigilia del domingo
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Comienza la semana de oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de la Iglesia católica Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 18 de enero

Comienza la semana de oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de la Iglesia católica


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 2,13-17

Salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a él, y él les enseñaba. Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» El se levantó y le siguió. Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían. Al ver los escribas de los fariseos que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos: «¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?» Al oír esto Jesús, les dice: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Día tras día, el Evangelio de Marcos nos une a Jesús y a la pequeña comunidad que había reunido, mientras da sus primeros pasos en la predicación evangélica: “toda la gente acudía a él, y él les enseñaba”, advierte el evangelista. Jesús se presentaba verdaderamente como el buen pastor que por fin reunía a las ovejas y las alimentaba con un alimento bueno. Su pasión por la gente lo empujaba a caminar para poder estar junto a todos. El Papa Francisco lo comentaría diciendo que los pastores -como Jesús- deben estar por la calle. Y en efecto, Jesús sigue caminando a orillas del lago de Galilea. Es el lugar de los encuentros. Mientras camina ve a Leví, un recaudador de impuestos, sentado en el despacho de recaudación. En cuanto lo ve, Jesús lo llama. Y también él se asombra de aquella llamada. Cuando la palabra de Jesús llega al corazón, ya no lo deja como antes. Leví se levanta, deja todo, y se pone a seguir a Jesús. Aquella pequeña familia sigue creciendo también en número. Al Maestro no le interesa la proveniencia o la condición de quien llama a seguirle. En efecto, para formar parte de la comunidad de los discípulos no existen barreras de ningún tipo; no importa cómo seamos, nuestra historia o nuestro carácter. A Leví se le consideraba además un pecador público a causa de su oficio de recaudador de impuestos que iban a engrosar las arcas de los opresores romanos. Para formar parte de la comunidad de discípulos lo que cuenta es escuchar la Palabra del Señor y ponerla en práctica, precisamente como hizo Leví. Para él, como para los primeros cuatro discípulos, ha sido suficiente con escuchar una sola palabra: “Sígueme”. Leví se levanta, deja su despacho y se pone a seguir a Jesús. El evangelista narra entonces la comida que Leví organiza en honor de Jesús y los discípulos. Pero invita a sus amigos, también ellos publicanos como él y, por tanto, pecadores. Hay que recordar que para los fariseos compartir la mesa significaba también compartir la impureza. De aquí la fuerte acusación contra Jesús. Pero emerge de inmediato la dureza y la maldad de una mentalidad legalista carente de misericordia. La concepción de Jesús es muy diferente: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”, replica a sus acusaciones. No es que Jesús considerase justos a los fariseos. Eran ellos mismos los que, de forma errónea, se tenían por tales. Ciertamente Leví y los otros comensales -como cada uno de nosotros- eran débiles, pobres y pecadores. Pues bien, Jesús ha venido precisamente para los débiles y los pecadores. Ha venido incluso para los fariseos. Pero la condición para salvarse, también para nosotros, reside en no sentirse conforme con uno mismo, sino necesitados de la ayuda del Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.