ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 8 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 16,9-15

«Yo os digo: Haceos amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas. El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. Si, pues, no fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si no fuisteis fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo vuestro? «Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.» Estaban oyendo todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y se burlaban de él. Y les dijo: «Vosotros sois los que os la dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico exhorta al discípulo a no dejarse utilizar por las riquezas, a no ser esclavos de la riqueza, a no convertirla en el ídolo de la vida, a no acumularla solo para uno mismo o para el beneficio de uno mismo. Dios nos da las riquezas para que nos procuren beneficios a nosotros y también a los demás, sobre todo, los más pobres, aquellos que necesitan ayuda. Los pobres son nuestros verdaderos amigos, y a ellos debemos dirigir en primer lugar nuestra atención misericordiosa. Por eso Jesús exhorta a dar limosnas, a ocuparse de quien es débil y necesitado. De ese modo les ayudamos a ellos y al mismo tiempo ponemos nuestras riquezas en manos seguras: "Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas". Los pobres a los que hemos ayudado –tal como repite toda la tradición cristiana– nos recibirán en las puertas del cielo y nos acompañarán a "las eternas moradas". Con estas palabras se confirma una vez más que la vía maestra para entrar en el reino de los Cielos es el amor por los pobres, la atención hacia los más débiles y la amistad con el que está abandonado. Se trata no simplemente de darles limosna –algo que de por sí ya merece gran consideración– sino de ser amigos de ellos. Inclinarse hacia ellos, tocarlos con nuestras manos, llamarlos por sus nombres, significa comprender el sentido profundo de estas palabras evangélicas y de todas las enseñanzas bíblicas sobre la misericordia y sobre la justicia. Eso es lo que no comprendieron los fariseos que, aferrándose a la literalidad de los preceptos y alejándose del espíritu misericordioso de Dios, fomentaban una religiosidad ritual y egocéntrica. El amor por los pobres es un don que debemos invocar a Dios. Si empezamos a practicarlo –es decir, si nos acercamos a los pobres, si los tocamos, si los amamos– nos acercamos al Señor, lo tocamos y lo amamos. La idolatría de las riquezas –la avaricia– es lo que más nos aleja de Dios porque nos aleja de los pobres. Las palabras de Jesús son de una claridad cristalina: no podemos servir a Dios y al dinero al mismo tiempo. O somos esclavos de uno o del otro. Y, por desgracia, la cultura actual nos impulsa hacia lo que en varias ocasiones hemos denominado la esclavitud del materialismo: considerar que las riquezas son el ideal de la vida. ¡Cuántas veces la gente sacrifica sus afectos e incluso su vida en el altar de la riqueza! La historia cristiana no deja de poner ante nuestros ojos testimonios ejemplares de la libertad que se adquiere abandonando las riquezas y dejándose atraer por el amor. Un solo ejemplo: Francisco de Asís se despojó incluso de sus vestiduras para entregarse por completo al Evangelio. Y sigue siendo aún hoy un testigo extraordinario del amor. Y el papa Francisco nos lo acerca aún más.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.