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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Los judíos festejan el comienzo del tiempo de Pascua (Pesah). Recuerdo de san Adalberto, obispo de Praga. Sufrió el martirio en Prusia oriental, adonde había ido para anunciar el Evangelio (+997). Residió en Roma donde se venera su recuerdo en la Basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 23 de abril

Los judíos festejan el comienzo del tiempo de Pascua (Pesah). Recuerdo de san Adalberto, obispo de Praga. Sufrió el martirio en Prusia oriental, adonde había ido para anunciar el Evangelio (+997). Residió en Roma donde se venera su recuerdo en la Basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 13,44-52

El sábado siguiente se congregó casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios. Los judíos, al ver a la multitud, se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias cuanto Pablo decía. Entonces dijeron con valentía Pablo y Bernabé: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor: Te he puesto como la luz de los gentiles,
para que lleves la salvación hasta el fin de la
tierra.»
Al oír esto los gentiles se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna. Y la Palabra del Señor se difundía por toda la región. Pero los judíos incitaron a mujeres distinguidas que adoraban a Dios, y a los principales de la ciudad; promovieron una persecución contra Pablo y Bernabé y les echaron de su territorio. Estos sacudieron contra ellos el polvo de sus pies y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol Pablo vuelve a hablar en la sinagoga el sábado siguiente; y, observa el autor de los Hechos: "se congregó casi toda la ciudad para escuchar la palabra de Dios". Parece repetirse la escena, descrita sintéticamente por el evangelista Marcos, de la muchedumbre que se reunía ante la casa de Cafarnaúm para escuchar a Jesús. Incluso hoy, y quizá más que ayer, las ciudades necesitan escuchar aquella misma Palabra. El clima de miedo y de replegamiento resignado egocéntrico, junto a aquel sentimiento de extrañamiento que atrapa a tantos y que cada vez más parece difundirse en el mundo, son una invocación inconsciente para que Jesús venga pronto a tocar el corazón de la gente. También hoy puede suceder que los celos y las envidias obstaculicen violentamente la predicación del Evangelio, como sucede a Pablo por parte de los judíos que le escuchaban. Sin embargo, él se había dirigido a ellos en primer lugar. La historia de la predicación cristiana está llena de ejemplos análogos: no faltan nunca los obstáculos al Evangelio, y a veces precisamente por quien debería acogerlo en primer lugar. De todos modos, Pablo no desiste y comienza a dirigirse a los gentiles. Es un momento decisivo para la vida de la primera comunidad cristiana, una especie de división. Dicha elección pastoral nace una vez más de la inteligencia espiritual de leer e interpretar los "signos de los tiempos". Pablo, tras el rechazo por parte de los judíos, toca con la mano, se podría decir, la gran disponibilidad de los gentiles para acoger el Evangelio; y no puede dejar de responder a esta espera. En efecto, muchos se unen a la fe de forma voluntaria. Lucas, con una satisfacción justa, puede escribir una vez más: "La palabra del Señor se difundía por toda la región". Verdaderamente, parafraseando una afirmación de Gregorio Magno, se puede añadir: "la Escritura crece con quienes la escuchan". Es una lección que también nosotros debemos aprender en nuestro tiempo. Miles de millones de personas esperan una palabra de salvación. Es urgente que en nuestro mundo globalizado también "la palabra del Señor se difunda", se globalice, hasta tocar los corazones, incluso los más lejanos, y los consuele.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.